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Hijos de donantes de semen y óvulos buscan a sus 'padres' biológicos. Pepe Marín

Hijos de donantes de semen y óvulos buscan a sus 'padres' biológicos

Son la primera generación de adultos nacidos con técnicas de reproducción asistida. A algunos les ocultaron toda la historia. A todos, el 50% de su genética. Ahora quieren saber

Cristina Vallejo

Viernes, 31 de enero 2025, 23:41

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«Hemos estado cuarenta años callados porque estábamos creciendo. Somos la primera generación de adultos nacidos fruto de las técnicas de reproducción asistida y ya pensamos por nosotros mismos. Ya tenemos familia, no la estamos buscando. La identidad se construye con quien creces, pero también es biología. A nosotros se nos hurta esa otra mitad». Son palabras de María Sellés, portavoz de la Asociación de Hijas e Hijos de Donantes (AHID), que se constituyó hace dos años para exigir que la ley de reproducción asistida cambie y la donación de gametos, de óvulos y de esperma, deje de ser anónima. «Es una demanda por nuestra salud integral, no sólo la física que tiene que ver con el acceso al historial médico, también con la salud mental y el saber de qué estamos hechos».

La reproducción asistida se reguló en España por primera vez en 1988 y la norma actual, de 2006, establece que la donación ha de ser anónima y la identidad de los donantes, confidencial. María Isabel Jociles, catedrática de Antropología de la Complutense, explica que cuando España aprobó su ley, partía de lo que había en el resto del mundo: salvo en Suecia, la donación de gametos era anónima. Subyacía la idea de que para que la familia funcionara bien había que ocultar todo el proceso, que se habían empleado técnicas de reproducción asistida y que sus hijos eran fruto de ellas. «Era algo que hasta recomendaban los médicos. Les decían a las parejas que mantuvieran relaciones sexuales, que se autoengañaran para que pudiera haber lugar a la duda de quién era el verdadero padre o madre biológicos», ilustra.

Ecuación de los 'hijos propios'

Nancy Konvalinka, profesora de Antropología en la UNED, agrega más elementos de fondo: «Mucha gente que acude a la reproducción asistida lo pasa mal por necesitar una donación. Atraviesa una especie de duelo genético, porque se entiende que los gametos, la gestación y la crianza forman un paquete completo que da lugar a los hijos propios y que en estos casos se fragmenta». El otro objetivo tras el anonimato de los donantes era protegerlos: aún hoy hay dudas sobre si se les puede reclamar la paternidad o los bienes, algo que está claro que no se puede hacer.

Pero Sellés incide en que la ley tiene en cuenta a los donantes y a quienes hacen uso de la reproducción asistida para cumplir sus deseos de ser padres, pero no a las personas que nacen.

Si el contexto cuando España legisló era pro-anonimato, ya hay un buen puñado de países que se han unido a Suecia en el 'no' al anonimato, como Nueva Zelanda, Alemania, Reino Unido, Portugal o Francia. Son cambios normativos debidos a la acción de las asociaciones de hijos e hijas. En España, la presión de los asociados de AHID no va a dar frutos para ellos mismos, dada la no retroactividad de las leyes en España, pero sí esperan que los genere para quienes nazcan en adelante, y sólo con ello, dicen, se sentirán reconfortados.

Ésta es una cuestión en la que chocan varias disciplinas: el derecho, la antropología y la medicina. La norma marca el anonimato, que contradice el derecho a la identidad. La antropología esboza por qué: la familia entiende que tiene que obviar que ha roto la unidad que han de constituir gameto, gestación y crianza, la triada que da lugar al «hijo propio», cuestión que adquiere más relieve en las familias heterosexuales; en éstas los hijos suelen descubrir la verdad tarde y de forma dramática (si el padre de crianza tiene una enfermedad hereditaria y el hijo descubre que él no; o en el divorcio de la pareja y uno de ellos por venganza lo destapa). La narración de cómo han venido al mundo los niños es más natural en familias monoparentales u homosexuales. En todo caso, la relación entre esos niños y sus padres de crianza cuenta a su favor con que han sido hijos muy deseados, no hay detrás el trauma del abandono previo un proceso de adopción.

Respecto a cómo se pueden tomar los donantes el fin del anonimato, como aproximación, en entrevistas realizadas por Konvalinka y Jociles, algunos de ellos han llegado a responder, sobre quienes han nacido fruto de la reproducción asistida quizás con sus gametos, que no se pueden responsabilizar de esas personas, aunque entienden que les quieran conocer. Como señala Jociles, aún no hay una «guía cultural» de la relación que ha de haber entre los donantes y las personas que han nacido fruto de su gesto; o si han de incluirse en el parentesco. Konvalinka habla de que sí hay ocasiones en que se entablan relaciones entre padres y donantes y negocian hasta dónde intervienen unos y otros en la familia.

La opinión de la medicina

«Hasta un 8% de la población no sabe quién es su padre biológico y la mayoría no son nacidos fruto de la reproducción asistida», afirma Enrique Pérez de la Blanca, médico del Hospital Quirón, que añade que si los niños no saben quién es el donante es porque la familia ha escogido eso. Aunque concede: «Lo ideal es ajustarse a la ley y que ésta sea permisiva, que permita saber o no saber, que permita el anonimato y el no anonimato». Pero teme que si la donación no fuera anónima, sólo funcionaria siendo remunerada, o que podría incurrirse en el denominado «turismo reproductivo» en busca de donación anónima en otros países. Apunta que España es una potencia en estos tratamientos porque se preserva la identidad de las personas que donan.

Claudio Álvarez, del Centro Gutenberg, agrega: «No es tan real que no tengan derecho a saber su origen; sí existe la posibilidad de conocer los antecedentes genéticos, pueden llegar a saber el lugar de nacimiento de su donante, su raza, su grupo sanguíneo, su estado de salud cuando realizó la donación… excepto la identidad». La norma establece que en circunstancias extraordinarias que comporten un peligro para la vida, podrá revelarse la identidad de los donantes por mandato judicial.

Álvarez, además, respecto a la consideración de las técnicas de reproducción asistida, defiende que son herramientas que vienen a resolver «una enfermedad con afectación física, psicológica y social»: «Es en la pareja en la que se piensa; es una situación médica; es como un trasplante que va a ayudar a cumplir el sueño de formar una familia».

Son palabras que reciben la contestación de la antropóloga Jociles, primero: «La reproducción asistida no siempre responde a un problema de infertilidad. Además, no curan la 'enfermedad'». Acto seguido, responde uno de los testimonios en primera persona.

«Tal y como comenzó la conversación con mis padres, pensé que era adoptado»

Manuel Romero, 32 años

Manuel Romero tiene 32 años. Vive en un pueblo de Granada, donde trabaja en una planta de reciclaje y también hace sus pinitos en las finanzas personales. Recuerda que de pequeño le contaron que a su madre le había costado quedarse embarazada, que se había sometido a algún tratamiento, pero no le precisaron que había sido la inseminación artificial y que, por tanto, su padre de crianza no era su padre biológico. «Llegó un momento en la adolescencia en que me sentía engañado por todos, tenía problemas en los estudios… fui a terapia y ahí me dijeron que algo pasaba en mi familia».

No fue hasta los 22 años que le contaron la verdad. Lo hizo su padre: «Era a él al que le pesaba el secreto y fue él quien me lo contó. Estaba también mi madre delante», rememora. «Tal y como empezó la conversación, pensé que era adoptado. Terminamos llorando. Pero me sentí aliviado: entendí que ésa era la verdad que buscaba».

«El anonimato me ha dado la vida, pero la pregunta de quién está detrás, me guste o no me guste, me la hago. Además, tampoco sé si soy hijo único. Mi relación con mis padres ahora es buena, porque sé que los dos han sido partícipes de que yo esté aquí. Ha sido un acto de amor por su parte. Pero a mí me gustaría saber mi origen. Si no sabes quién eres, no sabes dónde ir», reflexiona. «¿Que esto es como un trasplante? De eso, nada. Que yo sepa, un órgano no hace una asociación», agrega.

Empatiza sobre todo con su padre: «Tuvo que aceptar que no podía tener hijos biológicos. Quizás tenía miedo de que algún día yo le contestara que no tenía autoridad sobre mí porque no era mi padre».

Romero fue uno de los pioneros del movimiento hace cerca de una década a favor de acabar con el anonimato de las donaciones. «Todos los hijos van a querer saber. Pero aunque sólo sea uno, tiene que tener derecho. Están naciendo personas en las que nadie piensa», afirma. «Yo estaba buscando algo, y me lo dijeron de chiripa, pero no guardo rencor a mis padres. Yo sé que lo han hecho lo mejor que han sabido. No hay una escuela de padres», expone.

Los médicos sugieren que el final del anonimato provocaría una caída de las donaciones. Planteada la cuestión, admite que quizás fuera así, pero cree que los donantes tendrían más calidad y serían más responsables y conscientes de lo que implica la donación. No es algo a tomarse a la ligera, zanja.

«He vivido como una reparación encontrarme con mis medio-hermanos»

Victoria (nombre ficticio), 33 años

Victoria (nombre figurado) tiene 33 años y la suya es una historia un poco diferente. En línea con el análisis de Jociles y Konvalinka, al pertenecer a una familia monoparental, supo desde siempre de dónde venía. «En mi caso no hubo nada de ocultamiento, ni en la familia, ni en el colegio, ni en el pueblo. Ahora de adulta veo que no era frecuente». Ni en su infancia ni en su adolescencia fue un tema problemático: «Recibí el mensaje de que no tenía padre, de que había nacido por inseminación artificial». Mis amigos me preguntaban si no tenía curiosidad por saber quién era mi padre; y no, no la tenía.

Pero un día eso cambió: con 25 años empezó a hacer terapia y tuvo que elaborar su genograma, su árbol genealógico. En su familia, dice, no echa de menos a nadie, pero biológicamente, le falta la mitad de la información: «No sé de qué país es el donante, la edad que tenía cuando donó, si tiene antecedentes de cáncer en su familia, si hay casos de suicidio… Cuando empiezo a hacer estas reflexiones, veo que todas esas cosas no las sé».

Al principio optó por la negación, por no preguntarse: en su identidad ya tenía integrado que no tenía padre. Pero pronto se lo replanteó: «Es una información que me pertenece, que forma parte de mis células y de mi cuerpo. Un 50% de mi persona viene de ahí. Damos demasiada importancia al aprendizaje, pensamos que es lo que nos conforma, pero los genes son esenciales». «¿Cuál es la historia de mi padre biológico?, ¿pertenece a una familia de médicos o de artistas?, ¿mi vocación se debe a que me parezco a él? Es información que me es negada».

Con estas inquietudes, le preguntó a su madre si se podía saber quién era su padre biológico. Le fue imposible averiguar nada. Pero conoció empresas que funcionan como unos bancos de ADN en los que la gente deja su información genética con el deseo de encontrar a sus parientes biológicos. Como estaba con la tensión de la escritura de su tesis doctoral, dejó esa posibilidad en la recámara, mientras iba haciendo terapia para incorporar a su identidad ese desconocer una parte de su vida.

El donante, una fantasía

Acabó la tesis y dio el paso de dejar su ADN en una plataforma en abierto. «Ahí te puedes encontrar al donante, que es muy improbable, y también a tus medio-hermanos. Pueden querer contactar o no. Yo estaba preparada para todas las opciones. Y así ha sido como he encontrado a dos medio-hermanas y a otro que es hermano completo de una de ellas, porque son hijos de la misma madre y del mismo donante», revela. «Detrás de nosotros hay una persona que donó semen, pero a quien se convierte en una fantasía», agrega.

«Encontrarnos fue un gusto, además hemos podido compartir en qué nos parecemos, qué puede venirnos de un progenitor y qué de otro. Nos hemos descubierto parecido físico y también de gustos. En los genes hay mucha información. Vivimos como una reparación este reencuentro», asegura.

¿Qué sucedería si lograra conocer al donante, a esa figura para la que el lenguaje del parentesco no tiene nombre? «Le daría las gracias por estar viva y por permitirme completar la información que me falta», concluye.

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