Los otros héroes
Relato de verano ·
francisco javier sánchez manzano
Lunes, 20 de julio 2020, 00:53
Para llegar a Villa del Castor, David García Kohlschreiber —padre español, madre alemana—, tuvo que conducir durante sesenta kilómetros por una carretera sinuosa y estrecha que ascendía por las montañas como una gigantesca serpiente. Una vez allí, sintió que se había adentrado en la última esquina del mundo. Un pueblo pequeño, no más de 800 habitantes, casi una aldea: cuatro calles, una plaza, una fuente; cerros verdes a uno y otro lado, pájaros cantando en los árboles, aire limpio. Paz.
Aparcó en la plaza, sacó el maletín del asiento trasero y se puso manos a la obra. La recuperación de un país quebrado dependía del éxito de su misión. Podría parecer extraño que un representante de la Unión Europea buscase soluciones en lugares tan alejados, pero David solía actuar por instinto, y su instinto rara vez le fallaba.
Fue en primer lugar a la panadería, guiado por el agradable olor del horno de leña. Antonia se extrañó al ver entrar al visitante. Se extrañó aún más cuando este se presentó y abrió el maletín en el mostrador. Y, por supuesto, se tomó a broma su propuesta.
David salió de la panadería con un bollo caliente en la mano, exquisito, del que dio cuenta mientras se dirigía al supermercado. Allí, abrió de nuevo el maletín y le mostró un documento a Emilio, el tendero, que estalló en una carcajada al oír aquellas palabras.
Las siguiente visitas del distinguido turista fueron al domicilio de Juan, maestro jubilado, que aceptó entusiasmado el ofrecimiento, y a la consulta de Julio, el único médico del centro de salud, quien estampó su firma en los papeles y luego le acompañó hasta el cortijo de Laureano, el granjero más importante del pueblo. Esa mañana, David también pasó por la peluquería de Ricardo, militar retirado; la eléctrica de Gertrudis, el estanco de Bernardo (el hijo de Berni, el magistrado) y las casas de cuatro vecinos. Lo último que hizo fue acudir al bar, donde se tomó un refresco antes de reclutar a la encargada, Amparito, conocida por su destreza en el ajedrez.
A ninguno de ellos le preguntó su filiación política, no le interesaba; solo buscaba personas honradas y trabajadoras, y en aquel pueblo casi todas lo eran.
Cuatro horas más tarde regresó a la plaza (evitó deliberadamente acercarse al ayuntamiento) y se subió a su coche. El jefe de David, un alto cargo de la Unión Europea, le había encargado formar un gobierno provisional en España. Por suerte, no le había impuesto ninguna condición.
David repasó la lista: Antonia sería la nueva ministra de Industria. Emilio se convertiría en ministro de Consumo. Julio se encargaría del ministerio de Sanidad. Juan supervisaría la gestión de Educación y Cultura. Laureano estaría al frente de la cartera de Agricultura, Pesca y Alimentación. Ricardo, de Defensa y Asuntos Exteriores. Gertrudis llevaría Ciencia e Innovación. Bernardo se haría cargo del ministerio del Interior. Amparito sería la Presidenta y ministra de Economía. Los cuatro vecinos a los que David visitó en sus casas formarían sus propios partidos de oposición. Aunque la relación entre los vecinos era cordial, todos estuvieron de acuerdo en que una oposición constructiva resultaría beneficiosa, pues serviría para aportar ideas y críticas constructivas.
Seis meses después, el gobierno provisional se disolvió y se convocaron nuevas elecciones. Durante el tiempo en que los vecinos del remoto pueblo de Villa del Castor administraron el país, bajó el paro, se redujo la deuda, aumentó la inversión y subió el número de afiliados a la Seguridad Social. Los días grises se ocultaron y en el cielo asomaron, tímidos, los primeros rayos de sol. Y, aunque muchos periodistas se afanaron en investigar chanchullos, ninguno de ellos fue capaz de encontrar ni una sola prueba de corrupción. Nadie en aquel ejecutivo improvisado había aprovechado su nueva posición para buscar poder, influencia o dinero.
Tras varios años de esfuerzos, España salió del terrible bache. A los vecinos de Villa del Castor se les recordó con una estatua en el centro de Madrid. En el pueblo, el alcalde quiso levantar un monumento en el centro de la plaza, pero los antiguos miembros del gobierno, que se habían negado a recibir una renta vitalicia por sus servicios, lo rechazaron de pleno: pensaron que, en su lugar, cualquier ciudadano habría actuado del mismo modo.
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