El flautista de palos de fregona de Belicena
Historias de vida ·
A José Antonio Arroyo, un emigrante de 94 años de La Peza, le suenan a la perfección todas las flautas que fabrica con palos de fregona. Las realiza en su taller de la residencia donde hace «puntos« para ir al cieloNunca un palo de fregona dio tanto de sí. Hasta cuatro flautas saca de cada mástil José Antonio Arroyo Izquierdo, un nonagenario nacido en La Peza que emigró muy joven a Francia por necesidad y que ha regresado a Granada por amor a su tierra, para vivir el ocaso de sus días. Como última 'estación' de su trayecto vital ha elegido, por recomendación, la Residencia María Zayas de Belicena, donde le han dejado parte de la biblioteca para instalar su taller. En él no falta ni arte, ni material ni maestría.
En su rincón, José Antonio entrena a diario sus trabajadas manos para no perder la costumbre. Alterna la construcción de sus particulares instrumentos de viento con la cestería; también es un crac en el esparto. Hace lámparas, alfombras, floreros, fruteros...
«Como dice mi hermana, toco todos los pitos», señala Arroyo ufano, antes de coger una de sus creaciones y demostrar que en casa del herrero... también saben solfeo. Aunque solo estudió música dos años, lee las notas de los pentagramas tan bien como los capítulos de 'Las mil y una noches', el libro en el que ahora se refugia cuando toca descansar del trabajo artesano. Lo alterna con el Quijote o la Biblia, otros de sus títulos de cabecera.
Antes de flautista y fabricante de flautas, José Antonio fue guitarrista, carpintero, albañil... Nunca le faltó el trabajo: hasta de las cartillas de racionamiento se encargó cuando aún no había salido de La Peza, donde trabajó en el Ayuntamiento.
«Miren, este es un disco que grabó», indica Mariola Hita, la directora del centro, de la Fundación Gerón, a los informadores. Lo hace exhibiendo un cedé en cuya carátula puede leerse 'Pastor Duende', con temas en los que sobresalen títulos como 'Creador', 'Serranito', 'Las cagarrutas' o «Llorando por Granada'. La responsable habla con admiración de este usuario y de su «labor altruista», pues luego dona los instrumentos a los niños del pueblo.
«Tiene una verdadera historia de vida», dice convencida Mariola, tras revelar que el nonagenario lleva con ellos desde octubre. Vino desde Lyon (Francia) solo conduciendo su propio coche. «Yo me dije: tengo un mes. Unos días haré 20 kilómetros y otros, 80», apunta José Antonio, a quien sus hijos no pudieron impedir que, a su edad, se subiera al vehículo e hiciera un viaje de 1.600 kilómetros para regresar a sus raíces. «Necesitaba ya ser independiente», comenta.
Yogures
José Antonio tarda unas 15 horas en fabricar cada flauta y ya ha creado decenas y decenas. Las realiza desde que se jubiló y emplea materiales reciclados: aparte de palos de escoba, usa envases de yogures y espirales de cartón para las bases. «Es que no puedo estarme quieto y el de arriba (Dios) me ha dicho que no estoy en el mundo para pasearme, sino para trabajar», confiesa bajando la voz como quien cuenta un secreto. Las últimas las ha regalado al colegio La Almohada, para que no haya un pupilo de quinto curso sin flauta en clase de Música. La entrega fue la semana pasada. Acudió al aula acompañado de la terapeuta del centro y repartió 27 piezas. «Fue una experiencia intergeneracional muy chula», indica Hita. Ahora prepara una nueva remesa para Purchil.
Cada pieza es única y no le falta un detalle. Todas son flautas verticales, «que no traveseras», puntualiza el hombre, que ha soplado ya 94 velas. Su deseo: que desaparezca esta «plaga» del coronavirus. Su filosofía: vivir respetando al prójimo. Él, que se considera un ser ante todo «humilde», predica con su bondad y generosidad.
Una cruz de madera con idéntico soporte al de las flautas preside su mesa de trabajo, donde impera el orden y la simetría. Las herramientas le esperan en el tablero, perfectamente colocadas y organizadas, cada mañana a las seis y media. A esa hora José Antonio suele estar ya en pie. No le cuesta trabajo madrugar; siempre lo ha hecho y puede presumir de haber trabajado toda su vida.
«Yo he cambiado de oficio como ustedes de vestido», expresa. Hasta seminarista fue, pero el amor le robó la vocación. Se enamoró de una muchacha de su pueblo, con la que finalmente no se casó. «Quería ser cura, pero aquella joven me estropeó la carrera», aclara entre risas. Luego contrajo matrimonio con Sagrario, fallecida en 2009 y madre de sus dos hijos, que residen en el país galo, donde él ha permanecido ni más ni menos que 55 años. «Éramos demasiado ricos y fui allí a volverme pobre», afirma irónico. Su primer destino como emigrante fue Alemania. «Allí estuve dos años. Fui pintor de brocha gorda y, como al volver el pasaporte aún me valía, pues me fui a Francia». Eso fue en 1965 y, al año siguiente, se llevó a su familia. Antes de venirse definitivamente a España y asentarse en Belicena, hizo una incursión de cinco años en La Peza.
En la residencia María Zayas dejan a los usuarios dedicarse a lo que más les gusta. El centro desarrolla «un modelo de atención integral centrado en la persona». La idea es que los residentes realicen actividades que tengan sentido para ellos y no solo maten el tiempo con puzzles o coloreando. Gracias a esa metodología, hay otros usuarios que dan rienda suelta a sus habilidades, como Higinio Mercado, Juan López Pino o José Palomino. El primero ha trabajado toda su vida en viveros y se encarga de los jardines. Al segundo le encantan los huertos y planta ahora pimientos. El tercero es un amante de los pájaros y cuida de los canarios. Mientras, José Antonio les deleita a ellos y al resto con las notas de sus flautas caseras y así hace «puntos», dice, para ir al cielo.
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