El mar
Relato de verano ·
FERNANDO ROMERO CABALLERO
Viernes, 17 de julio 2020, 00:08
El mar. El mar para el poeta. O mejor se lo adjudicamos al pintor.
Mientras no me lo asignen a mí, pues me da pavor, terror, miedo…, y digo esto por quedar bien y no escribir de manera vulgar y añadir que me da cagaleta. Lo dije.
El mar, qué fastuoso e inmenso, sobre todo para una persona como yo, que no me separo más de dos metros de la orilla agua adentro. Ese lugar en el que cuando no hago pie me entran los nervios y nado raudo y temeroso hacia el filo arenoso donde, aunque tambaleante, me puedo sentir seguro.
Desde mi fortaleza, los dos metros de diagonal de mi sombrilla, admiro a esos chiquillos que se revuelcan con naturalidad en las olas. Y sobre los que nadan hasta las boyas, pues nada, envidia absoluta.
El mar nos hace insignificantes, pues dependemos del color de una bandera para saber su estado y nos hace sentir ridículos ante la picadura de un bicho gelatinoso de escasos centímetros. Punzada, dicho sea de paso, que nos puede atormentar un plácido día estival.
Sí, es enorme el mar, tanto que desde las montañas de mi ciudad, en un día despejado, se puede intuir la otra orilla, y eso que no es la más lejana.
Tan grande y majestuoso es el mar que dejo que narren sus bellezas los poetas, los sabios, y a los que le inspiren paz y armonía en sus atardeceres. Que hagan ellos el trabajo y que sean los que lo canten bajo el manto de las estrellas, pues yo, sencillamente no puedo.
Si llegar a una baliza que delimita la zona de los bañistas ya me parece una proeza, imaginaos cruzarlo entero, con suerte, bajo la luz de la luna.
No sé cómo será y me cuesta imaginarlo, pero no tiene que ser agradable pasar una noche flotando en una parcheada barca de plástico, en la oscuridad más absoluta, sintiendo el aliento de un compañero en el cogote, sucio, y viajando a la deriva, pues el capitán no subió a bordo.
Vale, con suerte es solo una noche, y despacio llegará el día. Ahora la piel mojada comienza a quemarse. Los rayos del sol penetran en los huesos húmedos. Los niños lloran. Las madres consuelan. Ninguno de los viajeros sabe dónde está el norte. Mejor dicho, nadie a bordo sabe nada. Solo les acompaña una falsa imagen de un paraíso que otros se han inventado para estafarlos, pero esa imagen le es suficiente para tener esperanza, esperanza que desaparece cuando regresa nuevamente la noche. Otra vez el miedo. Otra vez el silencio.
Ahora el pánico se ha duplicado. El bote, por ponerle un nombre a esa embarcación de mierda, se eleva más de lo recomendable. ¿Sopla Levante? ¿Sopla Poniente? Mutismo y soledad es lo que se siente a pesar de estar rodeado de compañeros de viaje.
Aun así, el miedo a morir es digno, pues lo han elegido ellos. Era montarse en esa embarcación o sencillamente morir.
Todos no han llegado. Algunos, la mayoría, han perecido en el camino, y por eso se sienten afortunados y héroes, porque están cruzando el mar en busca de esa esperanza.
De repente una ola vuelca el bote y todos caen al agua. La mayoría no saben nadar y el que sabe es dando manotazos y agotándose pronto.
Aunque han sido detectados, nadie hace nada. Están en tus aguas, no, en las tuyas. No pasa nada, si fuese plástico contaminarían, pero son materia orgánica y no dejarán resto.
Los manotazos cesan rápido. Dos, tres minutos a lo sumo. Todos ahogados y un problema menos para el viejo continente. El silencio vuelve a reinar, pero ahora ya no hay miedo. Ahora solo un dato estadístico.
Desde los despachos nadie hace nada. Si haces algo le compro el armamento a otro. Si haces algo le vendo el preciado mineral a otro. Si haces algo te subo el precio del petróleo. Supongo que será eso, pues nadie hace nada. Los que llegan son un problema, pues vienen bien formados y nos quitan el empleo. Los que amarran a puerto son un problema, porque nadie hace nada. La solución son cuchillas en las vallas o que se ahoguen en el mar. Mejor no actuar, vayamos que se joda la venta.
El mar.
El mar azul se tiñe de rojo y el negro se debería instalar en los corazones, pero yo seguiré avanzando mis dos metros, para orinar las cervezas que tomé en mi fortaleza mientras intento que no me pique una medusa.
El mar, para los poetas.
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