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Domingo Hitchcock

Relato de verano ·

francisco cuenca gómez

Domingo, 19 de julio 2020, 00:17

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Cada domingo comenzaba con la misma rutina. Me levantaba a las ocho y media, me aseaba un poco y me preparaba para salir a correr un rato por el paseo marítimo. Cuando volvía exhausto y con la sensación del deber cumplido, me daba una ducha reparadora y preparaba el desayuno con exquisita delicadeza. Zumo de naranja recién exprimida, tostadas de aceite de oliva con un poco de sal y un café con leche. Todo ello era devorado en la terraza en donde se respiraba una gran tranquilidad.

Una vez reposadas las viandas, acudía a comprar la prensa al quiosco de abajo. Marca para permanecer informado del fin de semana deportivo, y un periódico de ámbito local para estar al tanto de lo que sucede a nuestro alrededor. Luego, hasta el mediodía leer y leer. A veces, novela histórica, a veces novela negra, a veces poesía, y a veces ensayo puro y duro.

Para quien vive solo como yo, estos pequeños placeres significan mucho, pero llega el momento en que tanto orden y tan poca emoción causan hartazgo, sobre todo si este orden es impuesto y no voluntario. Necesitaba buscar en lo más insignificante la chispa que hiciera saltar por los aires todo este entramado sólido y a su vez demoledoramente cansino que era mi vida durante un domingo cualquiera.

Yo había cumplido ya los cincuenta, llevaba tres años separado y tenía dos hijos que cursaban sendas carreras universitarias en la capital de la provincia y el resto del año vivían con la que había sido mi esposa. Tenía un trabajo estable y bien remunerado, por lo que no pasaba dificultades económicas.

El domingo siguiente todo se desarrollaba según lo estipulado. Serían sobre las doce del mediodía cuando hojeaba un dominical del periódico. Estaba leyendo un artículo sobre James Stewart. Era el aniversario de su muerte y le rendían un pequeño homenaje citando las películas más sobresalientes de su carrera cinematográfica. Cuando llegué al comentario de 'La ventana indiscreta', casi sin querer empecé a mirar las ventanas del edificio de enfrente de mi casa. Imaginé ser el gran James oteando junto a Grace Kelly las intimidades de los vecinos.

No tardé en encontrar motivos para seguir con aquel juego del inconmensurable Alfred Hitchcock. Un edificio de cinco plantas da para mucho y se adivinan varios mundos ocultos dentro de cada ventana o balcón. Yo vivía en una cuarta planta con lo que tenía acceso a casi todas las viviendas de enfrente casi sin esfuerzo, ya que el verano provocaba que los cortinajes y puertas correderas estuvieran casi todas abiertas.

Lo que yo había supuesto por mi intuición se iba convirtiendo en realidad respecto de los vecinos de la tercera planta. Eran dos hombres de mediana edad, que siempre paseaban juntos un chucho callejero, y sin darse cuenta se entrelazaban las manos a escondidas de la gente por la vergüenza de quien es homosexual en una sociedad machista como la nuestra. Observando el interior de la terraza se distinguían arrumacos y caricias que se realizaban, esta vez sin pudor.

Más abajo, en el segundo, vivía un matrimonio joven que tenía dos niños, ambos muy traviesos e inquietos. La madre se podía ganar la vida como soprano, pues daba unos gritos con un ímpetu que ni la Caballé en sus mejores tiempos. Todo lo histérica que aparentaba ser la mujer lo tenía de tranquilo el marido, que bebiendo una lata de cerveza pausadamente no se inmutaba ni lo más mínimo respecto a lo que sucedía a su alrededor.

En el ático, sobresalían dos grandes sombrillas de una marca de cerveza. Eran expertos en organizar barbacoas vespertinas y los domingos mañaneros se dedicaban a recoger todo el desaguisado de la noche anterior. Las caras de aquella joven pareja no eran de lo más alegre precisamente y se notaba la huella de las ingestas de alcohol en su maltrecho rostro matutino.

En los bajos del edificio se encontraba un bar que desde que amanecía hasta bien entrada la madrugada albergaba gran cantidad de clientes de todo tipo. Los domingos la gente desayuna más tarde, y no era extraño que convivieran las parejas que tomaban un café antes de ir a la playa con algún madrugador bebedor de cerveza que iniciaba el aperitivo dominical antes de la cuenta.

Podría seguir describiendo cada uno de los micromundos que se adivinaban en aquellos interiores abiertos al húmedo y caluroso verano, pero gracias a James Stewart había pasado entretenido aquel domingo que pasó de ser uno más, a ser el domingo Hitchcock, como lo había bautizado al comenzar el espionaje.

Me sentía un poco culpable de cotillear la vida de mis vecinos, algunos de los cuales eran conocidos y los apreciaba bastante, pero había encontrado un incentivo para que aquella mañana fuera distinta a la de los demás domingos. Imaginaba ser un espía, un policía jubilado que daba rienda suelta a su imaginación mezclada con su sabiduría y experiencia. Podría ser también un abogado contratado por uno de aquellos personajes para investigar la vida del vecino de rellano, o, por qué no, un investigador privado a sueldo que debía adivinar las costumbres de una chica de la que estaba enamorado su cliente. La imaginación no tiene límites.

Quiero decir con esto que la rutina es una enfermedad que tiene cura si tenemos algo de ilusión, ganas de vivir y sentir cosas distintas porque, si no es así, seguramente acabe con nosotros poco a poco y sin darnos cuenta.

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