Desconexión natural
Relato ·
carlos garzón guinea
Viernes, 7 de agosto 2020, 00:39
«Lamentamos informarle de que su vuelo ha sido cancelado», rezaba el email. Adiós a la última bala de que disponía para evitar el compromiso familiar por antonomasia de cada agosto, esos diez días de asfixiante calor en las profundidades de la Alpujarra. Pensaba que la vida en esta ocasión me concedería el deseo que llevaba rumiando las últimas semanas, pero 2020 estaba destinado a ser el peor año de mi aún corta existencia. El dichoso virus había dilapidado todas y cada una de las opciones preparadas para disfrutar de unas merecidas vacaciones de amigos, fiestas y trasnochadas, y tratar así de olvidar el interminable confinamiento.
El bochornoso ambiente en el interior del vehículo era el preludio de lo que seguro estaba por venir; un auténtico infierno. Hacía ya un par de años que el umbral de la edad adulta me había rescatado del tedio que suponía visitar la Granada rural. La adolescencia me había proporcionado muy buenas experiencias, pero entre ellas no se encontraba la libertad. «Mientras vivas en esta casa tú irás donde nosotros digamos», era la respuesta habitual de mis progenitores a las infinitas quejas. Pero ya no era un pipiolo y mi comportamiento así lo demostraba. Presumía de comprar mi propia ropa, tener una amplia legión de seguidores en las más notables redes sociales y hasta de superar con éxito los estrictos controles con los que mi querida madre solía sorprenderme a altas horas de la madrugada, cerca del momento en el que despuntaba la primera luz del alba. Había madurado y sabía discernir claramente qué me gustaba y qué no en mi vida. O eso pensaba. Hasta ese maldito verano.
El camino fue, como recordaba, tortuoso, no apto para estómagos sensibles. Tan pronto como cruzamos el cartel que nos daba la bienvenida al pueblo, el zumbido de mi teléfono móvil anticipó la mayor de las desgracias para un joven acostumbrado a ambientes urbanos hiperconectados: sin cobertura. El dispositivo también había cogido vacaciones ante el desolador panorama que se avecinaba. Lo que faltaba –dije. Tan pronto como llegamos a la destartalada casa que había pertenecido a mis abuelos, bisabuelos y quién sabe cuántas generaciones más, el olor a cerrado y a cañería en desuso llevaron al límite mis nervios. En lugar de despotricar y proferir improperios que no habrían sino empeorado más si cabe la situación, decidí salir de allí cuanto antes. ¡Me voy a dar una vuelta! –dije en voz alta. Nadie contestó, como de costumbre. ¿Habrá alguien despierto en este pueblo?
La plaza principal estaba exactamente como la recordaba. La iglesia en un extremo, cuatro olmos en el otro, las persianas entreabiertas del único bar, un grupo de ancianos con sombrero y bastón leyendo el periódico al cobijo de la sombra, demostrando que el tiempo era, efectivamente, algo relativo. Me senté en un banco, con vistas a unas escaleras en forma de codo que probablemente llevaran a ninguna parte. Y entonces, tras doblar la esquina, apareció ella. Sus rasgos eran exóticos, y su mirada curiosa y pícara. Su cuerpo menudo se deslizaba naturalmente, saltando con agilidad los últimos peldaños que reducían la cada vez más exigua distancia que separaba nuestro pulso de miradas. A diferencia de cualquier otra chica de su edad, su aspecto denotaba que la obsesión por las nuevas tendencias era la última de sus preocupaciones.
–¿Qué miras? Tú no eres de por aquí, ¿verdad?
Qué directa, pensé, pero solo acerté a musitar una retahíla de palabras inconexas que elevaron súbitamente mi temperatura corporal y provocaron una sonrisa en mi misteriosa interlocutora.
–Anda, sígueme. Y cuidado con mancharte la ropa, que aquí no la vas a encontrar.
El sendero discurría paralelo a la ribera del río, adentrándose poco a poco en la riqueza del paisaje mediterráneo. Al fondo, la imponente vista de las montañas de Sierra Nevada, cuyas blancas cumbres se confundían con nubes de diversas formas. Mis jadeos contrastaban con el vigor y firmeza de sus pasos, a pesar del agobiante calor que obligaba a los poros de mi piel a evacuar a máxima capacidad. Por más que me esforzaba por mantener el ritmo, mi torpeza delataba mi condición de foráneo. Varios minutos después llegamos a lo que parecía un mirador, mientras el sol se despedía de una hilera de casas blancas, acariciando la cruz que coronaba el campanario de la iglesia antes de ocultarse por completo. La noche estrellada puso la guinda a una jornada que, aunque inesperada, fue el comienzo de muchas aventuras y experiencias inolvidables.
–Estoy de vacaciones, así que si estás aquí mañana puedo enseñarte más lugares interesantes que los de fuera nunca visitáis.
Asentí en silencio, obnubilado tanto por el paisaje que acababa de ver como por la agradable compañía que había disfrutado en ese lapso de dos horas. Para sorpresa de mis padres, el teléfono no me acompañó en los días sucesivos, los cuales transcurrieron entre montañas y valles, estrellas fugaces, bocanadas de aire fresco y cantos de grillos. Esquilamos ovejas y perseguimos rebaños de cabras. Nos sumergimos en albercas y pozas, fabricamos tirachinas, recogimos moras y otras bayas comestibles cuyo nombre desconocía. Montamos en bicicleta. Nos caímos, reímos y levantamos para volvernos a caer. En definitiva, aprendí a apreciar lo que ya daba por hecho que nunca tendría cabida en el horario de un orgulloso adalid de la generación Z.
Nunca me dijo su nombre. Tampoco le pregunté. Probé a buscarla en redes sociales, sin éxito. ¿Cómo encontrar un rostro grabado únicamente en mi cerebro?
Este 2020 ha cambiado nuestra vida y muchísimas otras cosas. En mi caso, la visión que tenía del mundo rural. De hecho, reconozco que he empezado a contar los días que faltan para poder escaparme al pueblo otra vez. Quizá este año sea, al fin y al cabo, una magnífica oportunidad para disfrutar de las cosas mundanas de la vida, esas que habíamos sacado de nuestra rutina por el frenético ritmo de los tiempos que corren, y reencontrarnos así con nosotros mismos a través de una desconexión natural.
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