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#Mentalizados: Los 20 de la comunidad terapéutica del San Cecilio
#Mentalizados

Los 20 de la comunidad terapéutica del San Cecilio

Terapia en grupo ·

Por primera vez en dos décadas, IDEAL acompaña a los internos en un día de su tratamiento, guiado por 30 profesionales con los que forman una gran familia

Pilar García-Trevijano, Fotos y vídeo: javier martín y animación: carlos valdemoros

Granada

Viernes, 28 de enero 2022

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Dos puertas amarillas separan la comunidad terapéutica de salud mental del Clínico San Cecilio del ajetreo de la capital. La unidad, que se mudó hace un año desde Alfacar a Doctor Olóriz, atiende y trata a personas que sufren trastornos mentales graves (esquizofrenia, psicosis, bipolaridad…). Los pacientes, 20 de ellos en régimen de hospitalización completa y una treintena en estancia diurna, presentan un déficit de captación de la realidad.

El del Clínico San Cecilio es el único centro con estas características en la provincia –hay otro en la avenida de Andalucía, pero trata principalmente adicciones–. En él, las personas internas, con ayuda de 30 profesionales, aprenden a sobrellevar su trastorno y recobrar su vida. Por primera vez en sus dos décadas de historia, IDEAL se adentra en la comunidad para acompañar en sus rutinas y tratamientos a los residentes. Nervios e incertidumbre antes de atravesar las verjas. Fuera, desde lo alto de un cielo inagotable, una lluvia incesante se precipita sobre el suelo. En la ciudad, los edificios chorrean humedad. Centenares de personas caminan frenéticamente hacia el trabajo. Otro atasco en Méndez Núñez. Coches en doble fila, ruido, furia y cláxones: la clásica crónica de un jueves a primera hora. Inmediatamente después de sortear el control de entrada al centro, un aullido hiela la sangre.

El sonido monótono, agudo, procede de María, nombre ficticio, uno de los últimos ingresos y la paciente con más edad. En su delirio, deambula por los pasillos sin aparentemente ver a nadie. Con la mirada y el pensamiento flotante, sumida en una tranquila impaciencia, mantiene una conversación de la que solo ella, con las voces de su cabeza, es partícipe. Camina y camina obsesivamente de un lado a otro, ensimismada, catatónica. Gestos lentos, cansinamente repetidos. Una de las enfermeras coge su mano con suavidad y la redirige. Ella se deja guiar como llamada por ecos de viejas compulsiones.

Vídeo. Dentro de la comunidad del San Cecilio. JAVIER MARTÍN

El resto de los 19 internos, mucho más despiertos, salen de sus habitaciones y van hacia los talleres para empezar el día. Una mujer en la cincuentena de rostro enflaquecido, un joven de sonrisa seráfica… Casi todas las edades están representadas, aunque la media de edad roza la treintena. Sentados en círculo, comienza la asamblea mediada por profesionales. Los internos, a los que se le han sumado pacientes de la unidad de día, dialogan sobre la convivencia en la casa. «Tenemos un problema muy, muy grave. Ayer Regina me tiró una silla a la cabeza», comenta una paciente. «Ya sabéis que Regina lleva mal un tiempo. Hoy ha tenido que irse a la Unidad de Agudos del hospital y cuando se recuperé podrá volver», explica uno de los psiquiatras. Continúan la charla con normalidad hasta que una paciente rompe a llorar. Son sus últimas horas antes del alta y siente vértigo por lo que le espera fuera.

«Esto es un lugar de aprendizaje y transición. Lo ideal es que el ingreso no sea superior a seis meses»

Carmen Ontiveros

Psiquiatra

Al escrutar los rostros, sorprendentemente jóvenes, de los residentes se diferencian distintos estadios y evolución de sus dolencias. La sesión se disuelve. Llega el momento feliz del día para muchos de los usuarios. Belén, de unos cincuenta años, da un salto de la silla y corre hasta la secretaría con una agilidad de la que no había hecho alarde ni en el taller de psicomotricidad. «Cigarrillo», chilla a la vez que le dan un pitillo de un paquete de West.

La locura

Salen al patio. La lluvia acribilla la tierra blanda y negra del huerto. Lisbeth, nombre ficticio, otra de las internas, cuenta a las enfermeras con fastidio que no le han cogido en el coro. Sufre trastorno bipolar desde hace 22 años. Fue diagnosticada a los 15 y tras pasar muchas crisis, la última una de las peores que recuerda, decidió ingresar. Siete meses después, se ha liberado de las alucinaciones y disfruta de permisos para volver a casa. Esta vez tiene una motivación «enorme» para recuperarse: su sobrina, que nacerá pronto.

«Sufren mucho. Cuando les sacas una sonrisa o te dan un abrazo es una satisfacción enorme»

Lola Plaza

Coordinadora de Enfermería

La comunidad ha sido para la joven un refugio en horas bajas. «Las crisis te pueden dar por muchos motivos… En mi caso, muchas han sido por los hombres», cuenta con desparpajo. «Necesitaba un sitio al que ir, no veía la luz. He estado tan mal que me iba a quitar la vida, me daba igual quien se quedara en el camino», añade. Para la granadina, a la que tantas veces han llamado loca, «la locura es un estado». «No me encasillo en loca. Ni a mí ni a la gente que está sufriendo. Todos hemos pasado por lo mismo, en la calle hemos notado rechazo», explica. «Para superar el bache, debes aceptar que tienes un problema, tomarte todos los días la medicación y levantarte aunque no quieras. Hay momentos en que nada ayuda, pero hay que luchar». «He arrastrado crisis de años y he salido, ¿por qué no pueden los demás?», aconseja.

Carmen Ontiveros, coordinadora de psiquiatría del centro, aclara que todos los internos padecen trastornos crónicos de evolución larga. Cuando llegan se prescinde de la medicación innecesaria y los profesionales les enseñan a aceptar que probablemente a lo largo de su vida pasarán por otros períodos de crisis. «Algunos han tenido que volver, aunque no es lo habitual. Esto es una fase de transición, intentamos que el ingreso no supere el medio año», manifiesta. «Cuando están listos para irse, se les hace un seguimiento psiquiátrico con otros dispositivos del SAS. Algunas personas vuelven con sus familias, otros encuentran recursos habitacionales de Faisem (fundación andaluza para la integración social del enfermo mental) y aquellos pacientes que, por desgracia, no se van a recuperar suelen internarse en unidades de trastorno de conducta de residencias», dice.

«Los pacientes se hacen de espejo. Son un sistema de relación, como una familia»

Erika Novoa

Terapeuta

Cada una de las personas que acceden al centro son elegidos personalmente por una comisión hospitalaria. «Los candidatos se presentan por el equipo de atención primaria y ahí, en orden a la prioridad, se elige el paciente que va a venir desde su domicilio o desde el hospital. En todos los casos, el personal contacta y visita a la persona antes. Los ingresos no deben ser traumáticos, la mayoría lo hace voluntariamente. No queremos que lo vivan como un fracaso, esto es una oportunidad», relata Marian Peralta, coordinadora de cuidados de la Unidad de Gestión Clínica de Salud Mental.

Así fue como llegó Dani al centro. El joven de 31 años de edad, amante de la cultura japonesa y los ordenadores –viste un hakama– vivió un tiempo en la calle huyendo de las voces que le perseguían para hacerle daño. «Empecé a aislarme con la muerte de mi padre. Era una persona muy introvertida. Mi vida antes de llegar a la comunidad era pobre», explica. «Al principio se me diagnosticó depresión, pero muchos síntomas no encajaban. He tenido ansiedad y algunos brotes psicóticos. Al final me diagnosticaron esquizofrenia… Lo que tuviera no es lo más importante», afirma. Es lo que ha aprendido en el centro, donde huyen de encasillar a los pacientes y se centran en cómo se sienten.

«Creen que puedes hacer algo o no rendir en el trabajo. Somos personas normales con problemas normales»

Alejandro

Usuario

«Estoy bien aquí, es mejor que estar encerrado», argumenta. Después de dar pasos agigantados en su recuperación, sueña con ser independiente. «Me gustaría vivir en un piso de alquiler, ser algo útil para la sociedad. Quiero estudiar Criminología», comenta. Sobre cómo es vivir con un trastorno mental, Dani afirma encontrarse completamente normal. «Antes de un pizquito hacía una montaña. He ido aprendiendo mucho y es algo que no noto en mi vida», sentencia.

El país de Nunca Jamás

Llegado el mediodía, aunque el sol no ha hecho por asomarse en toda la mañana, algunos internos se reincorporan a las actividades. Participan en talleres de lavandería o automedicación, donde aprenden a valerse por sí mismos y a conocer su dolencia. También hay clases de pintura, cocina, cine ... Las actividades están adaptadas a la personalidad del paciente. «Tenemos una programación general y tras analizar el caso se hacen tratamientos individuales. Lo que se intenta es que adquieran hábitos para mantener el orden y que lo trasladen a las relaciones y decisiones que toman. Más tarde pasamos a actividades avanzadas como el manejo del tiempo libre, orientación laboral o el estudio para que sean autónomos», señala Erika Novoa, terapeuta ocupacional, que destaca los beneficios que trae la convivencia: «Se hacen de espejo. Se compensan unos a otros. Son un sistema de relación, una familia», indica.

Después de las sesiones, los internos disfrutan de su tiempo libre. «Loliii, ¿cuánto queda para irnos?», repite con un soniquete machacón una de las internas. Un pequeño grupo sale acompañado con un monitor a la calle, el resto se queda en las actividades.

«Me diagnosticaron esquizofrenia paranoide remisión incompleta. No sé qué es, sinceramente»

Xavi

Usuario

Se turnan para leer en voz alta. Una mujer reproduce una y otra vez enunciados inconexos. La residente se enjuga los ojos llorosos sin dejar de batir las pestañas. Es curioso como algunas personas en un estado de demencia recuperan ciertas facultades al enfrentarse a viejos hábitos. «Hicimos un taller de cocina y fue capaz de hacer todos los platos, los recordaba. Es simplemente extraordinario», cuenta Lola Plaza, coordinadora de enfermería y terapia ocupacional mientras la observa. El papel de los enfermeros es fundamental. A través de la observación, identifican riesgos de suicidio, fuga o autolesión e intervienen para que no se hagan daño a sí mismos u otras personas. Si algún paciente sufre una crisis, se revisa la medicación y se reducen los estímulos. La supervisión del personal es intensiva. «En el día a día se dan situaciones muy penosas. Sufren mucho. Cuando les sacas una sonrisa o te dan un abrazo es una satisfacción enorme», asegura.

Xavi, un joven trajeado de 21 o 33 años, según a la hora a la que le preguntes, se acerca y entrega unos folios de papel, son sus memorias. Arrancan durante su infancia en el rancho Neverland (Nunca Jamás), donde pasaba temporadas con su tío Michael Jackson y llegan hasta su ingreso en la comunidad. Se atusa con nerviosismo un mechón de pelo rizado antes de responder. «Me diagnosticaron, con qué me diagnosticaron… pues esquizofrenia paranoide remisión incompleta. No sé qué significa», confiesa con timidez y con una calma que se traduce en un ritmo lento en el habla. Para Xavi la comunidad terapéutica «priva de algunas cosas, pero al mismo tiempo es increíble». «Echo de menos la libertad de estar con mis amigos, pero mi evolución desde que ingresé es positiva. Tengo la ilusión de dedicarme a la música».

«Me encuentro completamente normal. He aprendido mucho y no es algo que note en mi vida»

Dani

Usuario

Él y otros internos estudian con ayuda de Alejandro, uno de los usuarios. Fue profesor y le diagnosticaron trastorno obsesivo- compulsivo. Su preocupación es encontrar trabajo cuando salga del centro. «Se desconocen los trastornos mentales, y claro, la gente no sabe que somos personas normales con problemas normales. Es lógico que piensen por desconocimiento que harás algo o no rendirás en el trabajo», argumenta en contra del estigma.

Una extensa familia

s la hora de comer y todos se juntan de nuevo en la casa. La sobremesa abre paso a la tarde. Transcurre una hora y luego otra. Así, sin más, hasta agotar las 24 de las que disponen los mortales cada día. No hay nada excepcional, es lo ordinario. Es el tiempo gastado entre corchos con rutinas y frases de autoayuda que les acerca más a sí mismos, a sus metas. Metas que para algunos es el 'piso entrenamiento', un apartamento dentro de la comunidad donde ensayan la independencia antes del alta.

Hace 40 años una comunidad como esta era impensable. La persona que sufría un trastorno se la recluía en un psiquiátrico. Afortunadamente, se empezó a apostar por una recuperación médica y social. En las últimas décadas, se ha ayudado a cerca de 200 personas.

Los residentes adquieren hábitos y aprenden a conocer su trastorno. JAVIER MARTÍN
Imagen principal - Los residentes adquieren hábitos y aprenden a conocer su trastorno.
Imagen secundaria 1 - Los residentes adquieren hábitos y aprenden a conocer su trastorno.
Imagen secundaria 2 - Los residentes adquieren hábitos y aprenden a conocer su trastorno.

La historia de los internos comenzó mucho antes de que ingresaran. Antes incluso de que aparecieran los primeros signos, de las visitas al psiquiatra, los diagnósticos, los pensamientos suicidas, las voces, los delirios o las crisis psíquicas que les llevaron al centro. Son mucho más que su trastorno. Sus historias y esperanzas continuarán también cuando salgan a enfrentarse otra vez al mundo.

La comunidad es el cariño y la comprensión de profesionales como Loli, Amor o Carmen. También son Dani, Lisbeth o Xavi haciendo esfuerzos para levantarse de la cama los días raros. Y Estela, que compra regalos al resto de internos cuando sale de paseo, y, por supuesto, también es la guapa de Marina, que huye de cámaras, espejos y de sí misma porque una vez la llamaron fea y se lo creyó. Todos ellos son la sal de la tierra y forman esa magnífica familia de nerviosos descrita por Proust que se pasa media vida luchando contra los 'perros negros' que acechaban también a Churchil.

Muchos de sus miembros han sido auténticos genios y el mundo no sabe lo que les debe. El resto, al fin y al cabo, tampoco se diferencia de cualquiera que lea estas líneas. «Locura es rechazar a alguien por ser diferente o tener un problema. Dejadnos ser», sentencia Lisbeth.

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