El comprador de recuerdos
Relato de verano ·
El frío del suelo y el sueño pegado a los párpados se mezclan en tu cabeza, sin sentidoAMADOR ARANDA GALLARDO
Lunes, 27 de julio 2020, 00:18
De repente, el sonido del teléfono a deshoras te hiela el corazón. El frío del suelo y el sueño pegado a los párpados se mezclan en tu cabeza, sin sentido. Entras en un salón cargado de soledades y miedos, de restos de una batalla que perdiste, habitado por universos de culpa y vacío. Coges el teléfono y piensas en ella. Una voz familiar está al otro lado. Las lágrimas de tu madre te devuelven a una realidad diferente, en la cual vivirás varios días, estás seguro. Te cuenta entre sollozos que tu tío está muy mal, que ha llamado tu tía desde el hospital y que los médicos han dicho que le quedan pocas horas de vida. Tu madre te dice, entre lágrimas, que quiere despedirse de él, que no sabe si llegará con tiempo y te ofreces a viajar en coche al pueblo, recogerla y traerla a Granada –esa ciudad en la que ahora vives y que apenas relacionas con la que conociste de pequeño de la mano de tu tío, ese que ahora acaba su vida en un hospital–. Una Granada de tu memoria infantil que ya no existe y que además no sabes explicar, porque no recuerdas ni sus edificios, ni sus calles, ni los olores que ahora identificas sin ningún tipo de problema.
Y en el camino piensas de nuevo en ella. Tu mundo se envenena de pasados, de falsa felicidad.
Llegas al pueblo. Miras a tu madre subirse en tu coche y compruebas que se ha hecho mayor de golpe, que ha envejecido sin que te dieras cuenta. Camina despacio, con movimientos lentos y su cara se ha llenado de arrugas y su cuerpo ha empezado a menguar. Ves la tristeza en su rostro y sabes que no solo se va a despedir de su hermano: poco a poco se está despidiendo de los recuerdos de la infancia, de las personas que vivieron con ella esa época y que la mayoría han falllecido. Ella, al ser la más pequeña, se ha convertido en la superviviente de su propio mundo. Se está despidiendo de sus recuerdos más profundos, los que la han convertido en persona. Al mirar a tu madre te aterra la idea de su muerte, y como siempre, decides no pensar en eso, porque ocultar lo que no quieres ver siempre ha sido tu manera cobarde de enfrentarte al mundo, tu manera de boicotear tu propia vida.
Tu madre se pone el cinturón y posa su bolso en las piernas, preparada y asustada para encontrarse de nuevo con la muerte, esa a la que recibe con tristeza y con fuerza.
Aparcas el coche. Entráis al hospital y el olor te devuelve a los días en los que murió tu padre. Allí está tu tío, delante de ti. Apenas reconoces su cara, llena de tubos. Ya no habla y tú tampoco hablas con él. Tampoco te da miedo como lo hacía cuando eras pequeño, cuando ejercía de padre contigo. Ya no te volverá a dar órdenes ni juzgará tu vida. No es más que un hombre que acepta su muerte. Ya no tiene poder. Tampoco lo tiene tu madre. Y sin embargo, todavía te inquieta su presencia, como si de un momento a otro se pudiera levantar y juzgar tu forma de vivir. Te inquieta que cada vez te pareces más a él y que tu madre confunde tu nombre con el suyo, porque sabes que has heredado un carácter parecido y que puede que sea por eso por lo que no soportas su presencia.
Vuelves a casa con tu madre mientras esperáis que otra llamada os avise de su muerte. Tu madre necesita ducharse y recuerdas que todos los objetos de ella siguen allí: los pintalabios y maquillajes, el cepillo de dientes, las cremas y perfumes; una vida entera a través de objetos que ahora no significan nada. Pero tu madre no te habla de ese tema, sabiendo que lo que no se cuenta no duele. Cómplice de un dolor que necesita salir fuera y contarse y que sin embargo se convierte en otro de los muchos secretos familiares, en otro asunto que jamás se hablará y que se guardará a empujones en el recuerdo.
La llamada llega al amanecer. Subís al cementerio, donde ya no lo volverás a ver. Esperáis a que pasen las horas sin nada de lo que hablar. Piensas en los tanatorios de las ciudades, –tan diferentes a los de los pueblos–, donde el sufrimiento se intenta ocultar, donde nadie acompaña al muerto por la noche, donde el olvido llega antes y el dolor no cura del todo.
Después de dos días despides a tu madre en la estación. Se sube en el autobús y te dice adiós, como una extraterrestre al volver a su planeta. Y el miedo te paraliza, creyendo que será la última vez que la veas con vida, arrastrandote a un infierno de inseguridades que nunca sabrás resolver.
Piensas que no quieres volver a casa. Quizá ir al cine, como hacías siempre con ella. Buscas en la cartelera y no hay nada que te interese. Pero sigues andando hasta el centro y encuentras su recuerdo en los restos del cine Aliatar. En una discoteca que ya no tiene nada que ver contigo, ni con ella. Con todas las películas que visteis juntos mientras os conocíais. Los primeros besos, los primero juegos sexuales a oscuras, las primeras lágrimas. ¿Qué vas a hacer con todos esos recuerdos que solo sirven para hacerte daño? Te ríes con esa idea tuya de profesiones absurdas, el comprador de recuerdos y el vendedor de olvidos.
Decides volver a casa. Pedir algo de comida. Ducharte y tumbarte en el sofá y ver una película en Netflix y esperar que la vida pase rápido. Abres en el móvil una aplicación de contactos, miras las chicas cerca de tu zona y quedas con una mientras sigues pensando en ella.
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