Las callejuelas extrañas
Relato de verano ·
MERCEDES RODRÍGUEZ DEL CASTILLO MARTÍN
Domingo, 2 de agosto 2020, 23:28
Anochecía un día de invierno a fines de los años sesenta y yo era una adolescente que regresaba de clase. Caminaba por la calle Reyes Católicos en dirección a mi casa, y ya cerca de la estatua de Colón, a la altura de un diminuto estanco, que todavía existe, la vi.
Mujeres con ese aspecto ya no se encuentran por la calle. Iba totalmente vestida de negro, penosamente encorvada, tan pequeña como una niña y me pareció muy vieja, muy desvalida y muy desamparada. Trataba de hacerse con un hato de cartones que difícilmente podía manejar y era tan frágil que apenas tenía brío para levantar su mísero acopio.
Resulta una sensación intensamente dolorosa la observación de una criatura obligada a arrastrar una carga que supera a sus fuerzas. El sacrificio que esta criatura se impone y que le dispara al límite las fibras y el corazón, mientras apela a su voluntad, ya sea movida por la necesidad o la coacción, es una situación tan cruel y lastimosa, que al presenciarlo, siento que me sacude un torbellino de rabia y compasión.
Aquella mujer también suscitaba ternura. Me acerqué a ella y contemplé su carita señalada por muchas arrugas, y ahora supongo que por una vida que yo entonces no podía imaginar.
Seguramente yo no llevaría dinero para socorrerla y pedirle a cambio que abandonara su engorroso botín, y no pudiendo hacer otra cosa, me ofrecí a llevarle su carga a donde me dijera, y ella aceptó.
Cruzamos la calle Reyes y nos dirigimos a San Matías, pero una vez allí, la mujer me fue dirigiendo por una serie de callejuelas extrañas, totalmente desconocidas, y me pareció que entrábamos en otra ciudad distinta a la que yo conocía. Lo que más me sorprendía es que sólo llevábamos unos minutos andando y estábamos aún muy cerca de los lugares que yo habitualmente transitaba.
Aquel dédalo de callejones serpenteantes y mal iluminados a cuyos lados se levantaban casuchas viejas y destartaladas, de esquinas torcidas y ventanas cochambrosas, apenas distaban unos cientos de metros de tiendas como la Villa, la Egipcia o la Holandesa a las que yo iba acompañando a mi madre.
También me parecían raras las personas que nos encontrábamos junto a las casas, algunas conversando entre ellas, otras solitarias y silenciosas, y noté que me miraban; todos me miraban, casi con más asombro que con el que yo los miraba a ellos.
Llegamos por fin a la casuca de la anciana y me despedí de ella. Regresé sobre mis pasos con algún titubeo y una sensación extraña, la de haberme internado en otro mundo, en un lugar impensable, como sacado de una película o una novela de Dickens. No recuerdo haber sentido miedo cuando atravesé sola las callejuelas y salí a San Matías, tan sólo la sensación de haber vivido una pequeña aventura, de haber realizado un descubrimiento, aunque fue más tarde cuando supe dónde había estado.
No recuerdo que contara en casa nada de mi experiencia, posiblemente temería que me regañaran y seguramente tampoco me habrían explicado qué hacían aquellas señoras tan pintadas sentadas en sus sillas de anea, cuando el tiempo era frío.
En aquellos años, en un afán de protección bien intencionado, pero mal entendido, no era infrecuente mantener en la ignorancia a las jovencitas sobre muchos aspectos que hoy hasta los más jóvenes conocen. Esta manera de actuar podía producir el efecto contrario, porque mantenernos en el desconocimiento de la realidad nos hacía mucho más vulnerables, aunque, sin duda, había ya entonces adolescentes mucho más avispadas que yo.
En cualquier caso, de los hallazgos de mi excursión por las callejuelas donde se esparcían las casas de lenocinio más tradicionales de la ciudad no fui consciente hasta más tarde.
Al recordar aquellas imágenes que se impresionaron en mi memoria, siento un indecible alivio sabiendo que aquel barrio sórdido ya no existe. Tampoco hay ya mujeres cargadas de años y pesadumbres que regresan de noche arrastrando el escuálido fruto de su triste batida. Cuando contemplo fotos de la vieja Granada con personajes populares, captados en lo que era su vida cotidiana y que delatan la crudeza de su existencia, experimento una profunda tristeza. Puedo reconocer su valor histórico, y a veces estético, pero en muchas imágenes aletea una sensación de desdicha y carencia. En ellas se retrata la pobreza, la cochambre, y a veces, hasta la miseria de un mundo peor.
Alguna vez acudo a algún restaurante de la antigua Manigua; el barrio, totalmente rehabilitado, está lleno de tiendas, apartamentos y algún hotel con encanto. La gente toma su copa en los múltiples bares y el ambiente es alegre e impecable. Ya no quedan sillas de anea en la calle Jazmín ni en ninguna otra callejuela de las que yo recorrí con la pequeña anciana y sus cartones.
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