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Buen viaje, maestro

Relato de verano ·

dori delgado garcía

Miércoles, 12 de agosto 2020, 00:17

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Las vacaciones son época de viajes. Y este verano el gran maestro de la música, el mito sencillo y discreto, Ennio Morricone, ha hecho su viaje definitivo. A los que tenemos casi su misma edad nos ha hecho viajar muchas veces a través de su música. Viajar y soñar. Menuda conjunción.

Hoy, con nostalgia, desde el rincón tranquilo de mi vejez, me he puesto a pensar. Después de tantos acordes enlazados con fotogramas, de tantas entrevistas en las que con sonrisa bonachona desgrana su carisma, su espiritualidad, el apego a sus raíces romanas por encima de los oropeles americanos; después de tanto amor hecho música… en estos momentos, cuando alguien desaparece para siempre, pienso en lo que he perdido.

A pesar de mis muchos años y de haberlo admirado desde siempre, nunca fui a ninguno de sus conciertos. Me hubiera encantado. Quizá en Roma, en Lucca, en el Arena de Verona, o en la Scala de Milán. Y haber llegado corriendo y nerviosa desde el Duomo cruzando la brillante Galería de Víctor Manuel hasta la coqueta y poco iluminada Piazza della Scalla, como si hubiera quedado allí con un amor secreto.

Y me he animado a seguir imaginando. Es gratis, y a mi edad, más aún. Me he visto como una chica joven que por azar consigue unas preciadas entradas. Y con mucha alegría las comparte con su novio, con sus amigas, con quien ella prefiera. Y en esta nebulosa de buena suerte empieza un viaje por una Italia que la lleva hasta Morricone. Es una luminosa primavera y cambia con facilidad de aviones a barcos, de barcos a trenes. Recorre Milán, Bérgamo, Lago di Como, Bellagio, Varenna… con las entradas en la mochila. Finamente se reúne con su gente y terminan el recorrido en un desvencijado coche con el que sortean alegres las calles de la ciudad.

Mira las entradas y ni siquiera ha conseguido buena localización. Eso lo deja para los privilegiados. Ella, con los últimos asientos, se siente inmensamente afortunada. No le importa tener que prestar más atención a la pantalla que al lejano escenario o seguir al maestro a través de unos binoculares. Solo necesita cerrar los ojos y vivir este momento sagrado. Escuchar y respirar el ambiente de miles de almas convertidas en una sola gracias al maestro de frágil figura.

Continúo con la quimera que me entretiene en este día caluroso. Me he imaginado llegando a un inmenso edificio, con gran alboroto de gente. Nos hemos movido con cuidado de no perdernos en medio de la torpeza de los sitios desconocidos. Me he visto atolondrada en unos ascensores llenos de deseo de disfrutar de la magia inmarcesible de Morricone. Poco después, nuestros ojos se han quedado embelesados ante la inmensidad del recinto, ante el lleno absoluto y las mariposas en el estómago de los momentos previos. Por fin, ocupamos con regocijo nuestros asientos.

Y entonces, como dicen las crónicas periodísticas y como he visto tantas veces en Youtube, hubiera salido Morricone, con la solemnidad de los años, ayudado por alguien que lo ubica en medio de un cosmos formado por doscientas estrellas con voces e instrumentos a la espera de que el demiurgo les infunda vida.

Entorno los ojos y lo veo con nitidez. El público en pie lo acoge calurosamente y después se prepara para el inicio de la liturgia en silencio sepulcral. Un desfile de carpetas de colores nos transporta al lejano Oeste, a la Italia profunda, a sumergirnos en las cataratas de Iguazú o a cabalgar por los eriales del sur de España. Una sucesión de fantasías hechas de fotogramas y melodías. En sus creaciones escucho ecos de otros músicos y múltiples sonidos del mundo: armónicas, látigos, espuelas, silbidos, cadenas. Con suavidad o con nervio. Con la sutileza desnuda de los solistas o con la abrumadora energía colectiva del coro. Toda esa brillantez melódica está articulada desde la batuta lenta, sensible y experimentada de Morricone.

El recogimiento y las piezas clásicas se alterna con ovaciones, lo mismo que el agua cambia su curso entre remansos y cascadas antes de llegar al mar. Y en medio de esa atenta oscuridad, lo sé, hubiera mirado de reojo hacia los lados. El disfrute de los demás y yo regodeándome en mi asiento como una estrella fugaz. En algún momento, habría salido del éxtasis para susurrar algunos comentarios. Alguien hubiera tarareado casi en silencio la música de 'Los odiosos ocho' o de 'Malditos bastardos' de mi admirado Tarantino. Sé quién hubiera adivinado que la carpeta verde era la de 'La misión', quién hubiera dejado escapar unas lagrimillas y quién hubiera acariciado mis manos con ternura.

Y así hubiera transcurrido la velada hasta que el pianista abordara el inconfundible arpegio inicial en Si bemol de mi adorado 'Cinema Paradiso'. Después, los solos de clarinete, flauta y violín se hubieran ido clavando en mi alma recordándome todos los matices de alegrías y penas que la vida ofrece. Sobra el recinto, el público, las quinientas composiciones, sobran los Oscar. Todo hubiera sido suficiente solo con el 'Tema de amor'. Solo con el amor.

Según Youtube y según mi imaginación, todas las ovaciones finales son inolvidables. Las veo enteras, hasta el último apagón de los focos. Qué placer, qué regalo me habría dado si hubiera ido dove il cuore mi porta. Con mi tablet en el regazo, sola, ¿estoy riendo o estoy llorando? ¡Ay del tiempo perdido! Con lo fácil que es ahora. Me lo cuenta mi nieta. Y yo lo hubiera hecho igual. Pulsar intro, de forma inconsciente y temeraria, y comprar unas entradas para el fin del mundo. Y voilà, dejarse llevar, hacer kilómetros, liar y desliar el equipaje y la maraña de la vida por un rato de disfrute con usted y su música, señor Morricone.

Apago la tablet y sonrío con irónica ternura. Ahora sí que lo esperan 'Los Ángeles', los de verdad, más allá de las galas americanas con alfombra roja. En el cielo, ya están afinando. Buen viaje, maestro.

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