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Mario y Lorena, tocando el saxo y el melódica en el Darro.

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Mario y Lorena, tocando el saxo y el melódica en el Darro. JAVIER MARTÍN

Ola de calor en Granada

El blues de esta noche no he dormido y mañana parece que tampoco

Paseamos por una Granada desolada por el calor, desde los pies de la Alhambra hasta el centro de la ciudad

Martes, 5 de agosto 2025, 18:04

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Hace tanto calor que uno pensaría que el Paseo de los Tristes se llama así precisamente por eso, por el calor. Las sombras –cualquier sombra: una marquesina, unas ramas escuálidas, una mesa del bar– están tan demandadas que vienen con una hipoteca. El cielo es una manta gris y plomiza que casi se puede arañar. De fondo se escucha un saxofón que parece brotar de las profundidades del infierno, poniendo banda sonora a las gotas de sudor que caen a chorros por los pies de la Alhambra. Un momento, ¿un saxofón? Abajo, en la orilla del río, Mario y Lorena tienen los pies metidos en el agua, debajo de un frondoso árbol. Ambos sonríen. «Aquí el calor es menos calor», dicen. Él toca la melódica y ella, el saxo. Ambos están aprendiendo pero así, como el que no quiere la cosa, hoy han improvisado un tema perfecto: el blues del calor o, quizás, el blues de esta noche no he dormido y mañana parece que tampoco.

Isabel y Reyes, refrescándose junto a Isabel la Católica. J. M.

La noche fue horrible, para qué nos vamos a andar con chiquitas. Uno no sabría decir qué es peor: abrir o cerrar la ventana. Con ese preámbulo, el martes 5 de agosto empezó renqueante, con mucho café –con hielo– y un sueño irremediable. «El caso es que a la sombra medio se puede respirar», bromean Isabel y Reyes, dos vecinas de Málaga que han venido a pasar unos días en la ciudad. «Al sol, mejor hidratarse bien», ríen mientras se echan agua la una a la otra en las fuentes de Isabel la Católica. Porque el agua es, en estos días, más que un oasis. «Llevo una botella en el bolsillo del pantalón y otras dos en la mochila. Y las relleno cada vez que paso por una fuente», explica Carlos, que recorre la ciudad a pie antes de pillar un tren a su próximo destino.

Pero incluso en esto del agua el ingenio es fundamental. Miguel trabaja en las obras del edificio que se quemó junto a la Iglesia de Santa Ana, hace un par de meses. A cada rato se acerca a la fuente de la Plaza de Santa Ana, donde los tres chorros son gloria bendita. «El truco es evidente –dice–. Me traigo la botella congelada de casa, así se va descongelando a lo largo del día y y siempre tengo agua fría para beber. Si no… ¡imagínate!».

Miguel, con la botella congelada; Razia y Mohammad, con su ventilador; y Francisca, con Fray Leopoldo. JAVIER MARTÍN
Imagen principal - Miguel, con la botella congelada; Razia y Mohammad, con su ventilador; y Francisca, con Fray Leopoldo.
Imagen secundaria 1 - Miguel, con la botella congelada; Razia y Mohammad, con su ventilador; y Francisca, con Fray Leopoldo.
Imagen secundaria 2 - Miguel, con la botella congelada; Razia y Mohammad, con su ventilador; y Francisca, con Fray Leopoldo.

En esta ola de calor hay un artilugio que es tendencia: el ventilador colgante. Si no lo han hecho, fíjense, sobre todo entre los turistas: son unos aparatitos que cuelgan del cuello y que disparan su aire directo a la cara del portador. ¿Funciona? «Oye, pues algo quita… Aunque empiezo a pensar que lo mismo es sugestión, porque sudar, lo que se dice sudar, estoy sudando a mares», ríe Jesús Javier, de Barcelona. Mohammad y Razia está a punto de regresar a su ciudad, Londres, pero antes hacen compras de última hora con su ventilador en ristre: «Sin él nos moriríamos», afirman.

Francisca espera al autobús pacientemente. Pero cada vez que aparece alguien con un ventilador colgando del cuello se le salen los ojos de las órbitas. Ella tiene un abanico. Y no es un abanico cualquiera. Es un abanico de Fray Leopoldo de Alpandeire. «Maravilloso», guiña la señora. Al otro lado de la ciudad, en la rotonda de la gasolinera del Neptuno, Fátima, estudiante de Farmacia, usa la misma palabra al mirar el termómetro: «Esto no hace más que mejorar… Maravilloso». En la pantalla se anuncian 47 grados. «Lo mejor es que cuando lo cuentas te dicen: ya, pero el termómetro está al sol. ¿Y yo qué? ¿Yo dónde estoy?», exclama con los brazos en alto la joven.

Clara y Andrea, supervivientes de la Carrera del Darro. JAVIER MARTÍN

Hay recorridos especialmente hirvientes en plena ola de calor, como la Carrera del Darro, inundada de un solano cegador. A mitad de camino, en la esquina con Concepción de Zafra, la fuente es un oasis. Allí paran Lucía y María, dos auxiliares de enfermería madrileñas de 22 años. «Era mal día para visitar Granada», resoplan. Un ratito después, Clara, granadina de 21 años, invita a su amiga Andrea, valenciana, a refrescarse en la misma fuente. «Hace calor –dice Andrea–, pero con estas vistas se lleva mejor». En lo alto, una Alhambra rojísima destaca sobre el cielo gris plomizo. De fondo, un saxofón. «Seguro que esta noche mejora», sonríe la pobre.

Que haya suerte, amigos.

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