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Azares literarios

Relato de verano ·

juan peregrina martín

Martes, 11 de agosto 2020, 00:35

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Suena el universo de las Variaciones Goldberg en las divinas manos de Glenn Gould; hay una taza de chai en la mesa, un portafolios, un portátil y una varilla de sándalo rezuma memoria por la habitación: una inmensa y doble estantería contiene cientos de libros, y por lo que pude contemplar al entrar, muchos son los clásicos que han marcado la historia universal de la literatura: me están cuidando bastante bien, a pesar de someterme a un continuo escrutinio por medio de las cámaras que, una en cada esquina de la habitación, presumo que graban toda esta actividad.

Mientras tecleo estas palabras, compruebo que, además de la pericia literaria que poseo, necesitan diferenciarme del resto, como a quienes han pasado antes por aquí, como a quienes pasarán después de mí.

Abro el portafolios y leo la primera noticia: un hombre salió en su caballo por la M30, vestido como nuestro amado caballero loco acompañado del hermano de su mujer, que montaba un pollino: un camión hizo implosionar hígado, estómago y páncreas sin especificar, dice el artículo, sin especificar si pertenecía a los bestias o al caballo y burro.

La segunda noticia da cuenta de un viaje hermoso: Petros Colonomos se embarcó en el S.S. Poliphemus a la edad de diecinueve años y solo ha pisado tierra, desde entonces, para cambiar de embarcación: trabaja de marinero. Lesbos, Santorini, Creta… Tiene cincuenta y dos años y ha desempeñado el oficio de marinero, cocinero y cuentacuentos en la nave: oye sirenas y desde hace cinco años chilla antes de que amanezca: «¡el Maelström, el Maelström!».

Sigo revisando papeles y fotografías: una chica con la cabeza abierta por querer atravesar un espejo es recogida por los servicios de emergencias en Hyde Park Gate, al sur de Kensington Gardens mientras murmura «que le corten la cabeza; importante, importante, importante: ¡lo dice mi reina!». Aprovechan que están por allí e intentan reanimar a un muchacho de diecisiete años que tras saltar una y otra vez cantando «volaré, uoooooooh», termina reventado contra el suelo que lamen las hermosas mujeres que a su vez lamen los pies de Peter Pan. El salto de la reja me recuerda a algo, una tradición, algo religioso.

He de especificar si alguna vez, tras leer un libro, me ha pasado algo semejante. Y la verdad es que no, no soy tan buen lector ni creo estar afectado por ese virus literario que parece corroer hace un tiempo la sociedad en la que vivimos, en los tiempos que vuelan, días de videollamadas, videojuegos, videorrelaciones y videomasturbaciones.

Algún amigo me contó hace tiempo que había sentido la necesidad de ese «maldito vicio» como dicen que dijera en alguna conferencia Charles Faith jr., el autor de alguno de los libros que ahora mismo está bajo sospecha: un amigo de una amiga, tenía un conocido en Michigan. No importa quién, se perdió buscando a Thomas Ligotti para entrevistarlo. Antes de desaparecer, el conocido de la amiga del amigo, le contó a esta que Faith había pronunciado una intrigante conferencia sobre la lectura, la escritura y el público lector: según el erudito, conocía personas vulnerables a la lectura que habían decidido dar el salto a la escritura tras finalizar más de un libro. Algo sin precedentes, porque sabemos —al menos en nuestro país— que nadie decide ponerse a escribir si no es por un buen motivo, no porque se haya jubilado, huela que su amigo el editor le publicaría gratis o estén dispuestos a apoquinar por una publicación que solo leerán sus allegados mesacamilleros. Nada de eso, aquí —al menos en nuestra época— solo escriben escritoras y escritores que lo son, formados y con intención de aportar algo, lo más inútil de las cosas útiles, lo más útil de las inutilidades que conforman nuestro presente.

Era obvio que había que detener a ese tipo que había atacado a un par de personas y había salido corriendo por Duncan Road, sembrando el pánico entre quien trabajaba en el puerto de Ciudad del Cabo, pero lo que no entiendo es la necesidad de coserlo a tiros porque no dejaba de repetir «la sangre es la vida, la sangre es la vida». Tampoco sé qué demonios pretendían encerrando a la hermana Flora del Moral, cuando entre el barrio de Triana y el de la Salud de Aguascalientes, México, se encerró con su sobrina en el bar Zapata de la calle de la Luna chillando cuando la detuvieron «el poder de Cristo te obliga, mi niña»: la terapia electroconvulsiva ha demostrado ser insuficiente para recuperar ciertos casos de personas inestables mentalmente.

Otras noticias hablan de fundaciones inencontrables, destinadas a recuperar artistas de la palabra, cuya memoria serviría para que no se perdiera el saber literario de todos los tiempos. También hay incendios de bibliotecas, inundaciones oportunas de bibliotecas de conventos que hospedaban códices y manuscritos en pergaminos: nos cuenta algún reportaje que hay militares ametrallando a bibliotecarios en países lejanos de impronunciables nombres y regímenes obtusos y aterradores.

«Llamadme Ismael», repetía un viejo irlandés, antes de arrojarse al mar desde los acantilados de Moher: «'¡por ahí resopla!', repetía al caer», decía una de las turistas al periodista de turno.

No creo del todo en que las noticias presentadas sean verdad. Ni siquiera, si son verdad, que su resolución por parte de las autoridades sea la correcta: ¿dónde están las bondades de los diálogos de Platón, el sistema exótico aunque errado de creencias de obras como la Biblia, el Corán o el Libro tibetano de los muertos? ¿dónde quedan Shakespeare, Montaigne, Góngora, Marx o la interpretación de los sueños de Freud? ¿y 'La rama dorada' de Frazer? ¿Los cuentos de Borges y Cortázar y Ribeyro, la poesía de Lorca, Valente y Friebe?

Me he levantado a coger al azar unos cuantos libros: vuelvo a sentarme con una pequeña montaña que voy deshaciendo al revisar las cubiertas y leo 'Cuentos' de Maupassant, 'Lolita', 'Aventuras de Arthur Gordon Pym','Mein Kampf'.

Jamás supe que en este gesto se cifraba mi vida.

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