Lo que el Albaicín esconde: «Esto cada vez está peor»
El barrio ha perdido en la última década un 15% de sus habitantes | Las calles son territorio de turistas y de los que se aprovechan de ellos, sobre todo cuando cae la noche
Es la una de la madrugada y la pelea no parece terminar nunca. Se ha ido ya la Policía pero algunos de ellos siguen. Ahora la riña tumultuaria entre dos grupos se ha convertido en una disputa violenta de unas cinco personas no mayores de 20 años. Se comenta que son amigos pero forcejean entre ellos ante la mirada intimidada de varias personas que solo pretendían salir un sábado por la noche. Es calle Elvira. Y mientras unos se amenazan con matarse con botellas y piedras, los otros lamentan cómo de difícil se ha puesto esta calle, una de las más señeras de Granada, una de las más inseguras hoy. Peleas, menudeo o episodios de turismo descontrolado trufan la realidad que pintan los vecinos. Los pocos que ya quedan, pues esta situación de calle Elvira es un ejemplo más de la progresiva transformación de un barrio, de la metamorfosis de un Albaicín que en la última década ha perdido casi un 15% de su población tradicional y con ello los 'ojos' que velaban por una zona declarada patrimonio de la humanidad cada vez más desnaturalizada. Y por extensión abandonada a su suerte cuando cae la noche, tal y como ha constatado IDEAL.
La tarde se deja caer por este refugio sentimental de la ciudad de Granada. El Albaicín, ese laberinto mágico, se descubre como un misterio bajo la mirada de cualquiera que culebrea por sus calles angostas o se deja impresionar por sus numerosos miradores. En quizás el más bello, en San Miguel Alto, se está poniendo el sol. Son muchas decenas de personas las que se dejan acariciar por el reflejo anaranjado de un horizonte interminable. «Nunca había visto tanta gente aquí un día entre semana», reconoce Carlos, que trabaja en el centro de menores que se ubica precisamente a espaldas de este balcón natural de la ciudad de Granada.
No hay apenas hueco en ningún sitio para contemplar el espectáculo. Está todo ocupado por turistas, para quienes la ciudad ha dejado de ser un misterio gracias a internet o a unas redes sociales en las que solo importa la foto. Nada más. San Miguel Alto se ha convertido en uno de los 'place to show' en la red. Una pista de usar y tirar para la mayoría de visitantes jóvenes que hasta allí suben. «Es como si acabara aquí Granada», lamenta Carlos, que denuncia que aquello no lo vigila nadie. Lo hace en el solar sin adecentar ni iluminar de acceso a su trabajo, donde ha habido hasta robos, y lugar al que se dirige ahora un grupo de franceses con bolsas de supermercado.
Llevan comida y sobre todo bebida, pues en el mirador ya bebe todo el mundo. Los hay previsores, como ellos, y los hay que simplemente se dejan llevar por el ambiente y compran por ejemplo cerveza sin tener que moverse. No es que allí haya un bar, simplemente suele haber una pareja con una nevera que aprovecha que 'nadie' mira para vender alcohol.
A un euro está la lata de medio litro, la misma que porta un turista al que se le ve subido a una de las murallas de San Miguel Alto por las que ahora, por efecto contagio, trepan otros sin pensar que pisan patrimonio cultural de la histórica ciudad de la Alhambra. La estampa recuerda a la icónica imagen de aquellos visitantes jóvenes haciendo 'botellón' sobre los tejados de muchas viviendas típicas albaicineras junto a la Cuesta del Chapiz. Aquel asunto traspasó el mes pasado las fronteras granadinas calando a nivel nacional. Era el nuevo exceso turístico de moda. La denuncia dirigió los focos hacia Granada, que era de repente la nueva ciudad a disputarse entre vecinos y visitantes. Entre residentes y personas que están de paso y que vienen y van sin importarle en ocasiones el daño que su rastro va dejando. «Lo de las murallas es lo último que se está viendo, antes fueron las pintadas y siempre la suciedad que a su paso dejan algunas de estas personas». Para Carlos, esta realidad es una de tantas que se encuentra a diario y que, según él, demuestran que el Albaicín está cambiando. No es una percepción particular: lo dicen los datos. Los de la memoria que elabora cada año el centro de Servicios Sociales del Albaicín. Si en 2009 había censados un total de 8.277 habitantes en este barrio, la cifra se reducía el año pasado a 7.097. Es decir, en poco menos de una década se ha perdido casi el 15% de un censo que además está cada vez más envejecido, según su directora.
María Ángeles Blanco hace una radiografía del barrio cada vez que acaba el año. Un informe de gestión de un Albaicín sobre el que alerta de la progresiva metamorfosis de su paisanaje, que hoy se divide por un lado entre aquellos vecinos de toda la vida y los nuevos propietarios de alto poder adquisitivo que han llegado por romanticismo, y por otro, los turistas. El problema es que el ratio entre los primeros y el resto se está descompasando de manera preocupante. Los vecinos tradicionales están en minoría ya, casi aislados en muchas zonas, lo que está contribuyendo a que corran la misma suerte que los que ya se han ido. Un éxodo que propicia la llegada de un nuevo vecino desconectado de la vida social comunitaria. El gran 'boom' de los apartamentos turísticos ha hecho el resto. Esto tiene una consecuencia letal para la pervivencia del Albaicín de siempre: el avance irremediable del deterioro de su tejido social.
Lola Boloix se ha visto obligada a dejar la 'resistencia'. O al menos de forma pública. Su voz ha sido una de las que más alto se han oído en el barrio en estos últimos años. El amplificador era la asociación de vecinos del Bajo Albaicín, que ha sido víctima de esta nueva circunstancia y que se ha visto abocada a cerrar después de 20 años de lucha. ¿El motivo? «La cada vez más acuciante falta de participación. Ya casi no hay nadie a quien defender», expone. Esta granadina está convencida de que la pérdida del vecino albaicinero representa la triste marcha de los que lo defendían y velaban por él. Eran los 'ojos' de unas calles en las que ya pocos se conocen.
Un lugar que se está quedando 'ciego'
Antonia descorre las cortinas de su casa. Son las 22 horas de una noche cualquiera entre semana. Pasa mucha gente por debajo de su ventana. Se ve un goteo incesante de turistas que caminan de noche por Elvira en su camino a Plaza Nueva. De frente se encuentra la fachada principal de la Iglesia de los Hospitalicos y debajo un bar y un establecimiento de comestibles de esos que no cierra nunca. Allí, en este punto concreto, confluyen varias realidades que hacen que casi todas las semanas acabe llamando a la policía. Son 30 años en el barrio y cree que nunca ha estado peor. Su vecino opina lo mismo: «Alguno de nosotros ya ha tenido problemas, por lo que estamos entrando a casa por el garaje», dice. A estos vecinos que abren la puerta a IDEAL, les incordia la presencia continua de dos grupos de individuos.
Hoy no hay muchos ni de unos ni de otros. A principios de la semana hubo una pelea que ha servido como agente disuasor. Uno salió mal parado y lleva días sin pisar por allí. Tampoco la mayoría de sus acompañantes. Aunque esta vecina está segura de que volverán. Siempre lo hacen. Según explica, el bloque sufre la presencia de unas personas con apariencia «hippie» que vienen con «muchos perros y que beben, fuman porros y hacen ruido hasta altas horas de la mañana», critica. Explica que se ponen en la iglesia y a veces son tantos que no se puede ni pasar. A estos hay que sumar otro grupo, más peligroso y nocivo y compuesto por una serie de jóvenes que, directamente, «trafican con drogas a todas horas», lamenta. Para Antonia es una situación inédita en este lugar, que opina que se ha convertido en un «polvorín».
Está dispuesta a dar la voz de alarma. Tiene ya cierta edad y le da miedo ver la degradación de una zona en la que quedan pocos testigos de cargo como ella o sus vecinos, quienes reclaman más vigilancia a unos representantes públicos a los que invitarían también a observar lo que pasa desde su atalaya con vistas al corazón de sus problemas. «Ya pocos miran. Casi todos son ya ojos extraños», dice Manuel mientras remonta con IDEAL Calderería. Los suyos no lo son. Regenta con su familia desde hace años un negocio próximo a uno de los lugares más emblemáticos del Albaicín. Prefiere no decir cuál es. Últimamente está viendo cosas que no le gustan demasiado y tiene hijos pequeños, por lo que quiere ser prudente. La subida con él se hace acompasada de innumerables alusiones a los episodios de los que es testigo casi a diario. Pinta una realidad dominada por un turismo más masivo que nunca pero menos controlado. Y junto a él, los actos incívicos y de inseguridad típicos cuando hay aglomeraciones.
Cuando solo hay sombra
Manuel se detiene en su paseo frente a la Casa de Porras. Allí explica el 'modus operandi' de las carteristas que tiene fichadas. Son de Europa del Este y roban por despiste. Con gafas de sol, gorra y un mapa se mezclan en los grupos de turistas que visitan el Albaicín. Sobre todo se fijan en las personas mayores, a quienes más les cuesta subir las pendientes del barrio, momento este en el que se descuelgan del grupo y se las ingenian para abrirles la mochila y sustraerles la cartera. «Lo que rodea al Carmen de los Cipreses es su radio de acción», cuenta este vecino, que menciona la «cuesta de San Gregorio, la plaza Nevot o las calles Huerto o del Beso», dice.
En cada uno de estos lugares hay turistas, atraídos por la belleza de un recorrido que suele dar a parar a la placeta de los Carvajales. Allí no hay muchos robos pero sí hay «botellones, ruido a horas intempestivas y menudeo», según otra vecina, que vive justo enfrente. En verano la zona está más tranquila. Son las 22 horas y a pesar de que la Universidad está de vacaciones, hay varios grupos de personas, algunos de ellos beben y otros fuman mientras escuchan música latina por el móvil.
La estampa es muy parecida a unos pocos metros de distancia, en el llamado Ojo de Granada, otro mirador de preciosas vistas y cuyo acceso dificulta la acción policial. De ahí que haya una cámara en el Aljibe del Zenete, lugar en el que se han perpetrado en los últimos años innumerables actos vandálicos al ser un lugar preferente para el botellón. Esta noche hay en esta zona media docena de adolescentes besándose entre ellas y haciéndose fotografías. Seguramente buscan ganar adeptos en las redes sociales, en esas en las que el Albaicín de noche no es tan 'trendy'.
En parte porque las tradicionales casas encaladas no se ven y la oscuridad reinante y los callejones solitarios son la nota predominante de un barrio que cambia cuando ya no hay luz. Es entonces cuando aparecen aquellos que no quieren que se les vea. En el Huerto de Carlos la noche parece más oscura. Tres grupitos se diseminan por esa plazoleta en la que a principio de año apuñalaron a un chico tras revolverse después de que le dieran un tirón. Hay dos chavales jóvenes con gorra. Están flacos como galgos y hablan entre ellos en árabe mientras escuchan música y fuman. Al otro lado de la plaza hay un hombre que habla solo. Está borracho y le dices cosas a todo el que pasa. No lo hacen muchos, pues el lugar ha cogido mala fama en la ciudad. Sus escaleras se suben cada vez menos y menos cuando el sol se ha ido.
Manuel dice que hay trapicheo en este lugar y también en sus alrededores: «Un día me llegaron a ofrecer droga dos veces yendo desde la Cuesta de San Gregorio a la Plaza Larga», explica. Incluso asegura estar viendo últimamente hasta jóvenes en moto haciendo de correo de la droga. La noche cerrada es propicia para ello en un barrio en el que no hay dos calles iguales. Alguien que se conozca bien su intrincada morfología apenas tiene dificultades para 'perderse' en caso de necesitarlo.
La temporada alta del 'negocio' es de octubre a mayo, coincidiendo con la estancia de los estudiantes en la ciudad. Ahora todo esta aún tranquilo. Es verano, una estación propicia para abandonarse por sus larguísimas noches por ejemplo en el Albaicín, abrigo de mil historias.
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