Rodríguez Barbero, el pincel de la Catedral
El creador granadino trabajó durante miles de horas para pintar un repertorio de 12 obras terminadas, incluyendo un políptico, y aún tiene varias por completar
El pintor granadino Antonio Rodríguez Barbero ha sido un privilegiado. Durante cuatro años, ha sido 'el pintor de la Catedral'. Uno más de entre quienes cada día cuidan de que uno de los más importantes monumentos del Renacimiento español siga luciendo impecable para general admiración. En su caso, su trabajo ha sido preservar su belleza para la eternidad con sus pinceles como única arma.
Rodríguez Barbero comenzó a sentirse atraído por el arte desde muy pequeño. «Creo que estaba en el parvulario. La profesora llamó a mi madre porque quería hablar con ella. Había pintado un conejo comiendo de una planta, y en lugar de hacer un dibujo plano, había puesto las hojas en perspectiva, lo cual a la profesora le pareció inaudito», dice con humor. «Le dijo a mi madre que me comprara materiales artísticos y fomentara mis dotes, y estrené mi primer juego de acuarelas». En su familia había un antecedente, Eduardo Cuesta, tío de su abuela, alumno de Morcillo, coetáneo de Federico García Lorca y exiliado en Venezuela, donde murió joven. Alguna obra suya cuelga de las paredes del consistorio capitalino, en la zona noble. «Crecí con la imprecisa leyenda de ese antepasado mío, que, malogrado, dejó la mitad de su obra sin hacer. Así que, en cierta medida, me vi impelido por mí mismo a continuar con su trabajo», añade.
El otro factor que contribuyó a su desarrollo vocacional fueron unas palabras de su profesor en el instituto, Miguel Lozano, quien le animó a inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios. «De la pintura también se vive», le aconsejó. Y él le tomó rápido la palabra, escogiendo una senda que, no obstante, ha sido compleja. «Cuando uno decide ser pintor, sabe que para destacar tiene que ser original. También influye mucho el círculo en el que te mueves. Mi primera profesora fue Marisa Castilla, expresionista, y la seguí en ese camino. Pero acabé decantándome por el realismo, por crear atmósferas como las de Velázquez, por ejemplo». Le cuesta tanto pintar en abstracto que un ejercicio en este sentido que tuvo que realizar en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, donde se licenció, acabó convirtiéndose en una tortura, según propia confesión.
Como vivir del arte es a veces igual a vivir del aire, Antonio Rodríguez Barbero obtuvo con 25 años su plaza de profesor en la naciente Facultad de Bellas Artes granadina, donde aún hoy se desempeña. Volvió a la pintura en 2004, y ha expuesto en Coimbra, en el Museo Europeo de Arte Moderno y la Real Academia Catalana de Bellas Artes, de Barcelona, entre otras ciudades.
Descubrimiento
Su primer recuerdo sobre la Catedral se remonta a su adolescencia, cuando quedaba absorto, casi en éxtasis, en la contemplación de sus bóvedas. Sin embargo, fue algo tan prosaico como la falta de modelos humanos, lo que la convirtió en su musa. «El Cabildo me dio su permiso muy generosamente para que me dedicara a retratarla desde dentro, lo cual me pareció una tarea tan extensa como ilusionante». A partir de ahí, la seo fue su hogar durante muchas horas al día. «Mis hijos iban a recogerme cuando terminaban con sus actividades escolares, y tomaron conciencia de la grandiosidad del templo de tal manera que, cuando visitamos San Pedro en el Vaticano, no se sintieron impresionados», comenta.
Doce obras, varios dibujos y algunas obras sin finalizar forman parte del resultado final de su empeño. Entre ellos, 'Lucida Cathedralis', un políptico que incluye cinco obras ensambladas y que mide dos por dos metros, donde se representa desde la zona del órgano al altar mayor, el cual, por cierto, se expuso en Barcelona. «Hubo quien me dijo que para entender el templo, era mejor ver mis cuadros que estar 'in situ', porque la vista se pierde en el palmeral del techo y se ve condicionada por los propios espacios», afirma.
Su experiencia artística entre las naves de la Catedral ha sido muy variada. «Pintaba rodeado de visitantes, con la sola presencia de los trabajadores, solo en algunas ocasiones... Por la mañana, por la tarde... He tenido la oportunidad de ver cómo la luz incide sobre determinados lugares en según qué épocas del año... Mi única limitación, lógica, era que no trabajara durante las celebraciones litúrgicas», destaca. «Entraba muy temprano, a las nueve, y tras la misa, comenzaba a trabajar. Montaba y desmontaba el caballete a diario, como es lógico. Incluso, una vez me quedé solo dentro, sin luces, porque los trabajadores tenían un compromiso con el cabildo. Imagínese el privilegio».
Uno de sus rincones favoritos es, sin embargo, uno poco retratado: la cripta. «Me pareció mágico descubrir los enterramientos de Mariana Pineda o del duque de San Pedro. Es una deuda pendiente. A ver si el nuevo cabildo se anima y me permite continuar con mi labor», concluye, sonriendo. Aún queda mucho por pintar.
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