La penúltima de Joaquín Sabina en Granada: «Este no es un concierto más para mí»
El concierto del ubetense en la ciudad fue un repaso a un álbum de fotos compartido: «Ha sido muy conmovedor volver a despedirme aquí»
Antonio lleva sin fumar desde el café de las siete de la mañana. Ya anochece. Enciende el pitillo y aspira el humo con la vista perdida en la Plaza de Toros de Granada. Cuando expulsa la nube blanca de lo más hondo de sus entrañas, ríe nervioso. «Lo conseguí», dice. Hoy tenía una reunión importante, algo de presupuestos y objetivos. Comió con su hijo, al que no ve mucho últimamente. Y por la tarde debía deshacerse como fuera de una pila de aburridos informes. Entre medias, no dejó de pensar en su padre. «A él le encantaba Sabina». Cuando suenan los primeros acordes, cuando el de Úbeda canta que el tren de ayer se aleja, que el tiempo pasa, que la vida alrededor ya no es tan suya –tan nuestra–, la cara de Antonio es otra. Él también se ha puesto un bombín.
Un 25 de septiembre de 2025, nadie asiste al 'Hola y adiós' de Joaquín Sabina esperando alguna sorpresa. Ni se necesitan. «No penséis que este es un concierto más para mí porque aquí, en Granada, viví los años más felices, más locos y más inolvidables de mi juventud», dice emocionado. «La primera vez que dormí y viví con una chica. También en Granada empecé a escribir versos y a pensar canciones. Me temo que este concierto salga con unas gotas de melancolía, que es como me siento hoy».
Un concierto de Sabina es un recorrido por el pasado más futuro, como el de aquel que abre un álbum de fotos y se encuentra con el niño que fue o con los seres queridos que siguen aquí pero ya se han ido. Cualquiera podría haber buscado la lista de canciones que iban a sonar en el concierto, no había secretos ahí. Ni siquiera su voz, la del pirata de vinos y ducados, suena como antes –aunque siempre fue así, imperfectamente perfecta–. Pero en cuanto los focos se encienden, la música se dispara y el tipo alto y enjuto cruza las piernas en la silla, cada una de las diez mil cabezas que florecen en la plaza arranca sus propios engranajes con ojos luminosos para proyectar sobre el escenario una película distinta: la suya.
Sería tan bonito recorrer las gradas con una cámara de vídeo capaz de traducir los pensamientos. Hay una señora muy quieta, por ejemplo, que se carcajea cuando Sabina canta a «una puta vieja hablando con sus gatos». Seguro que no es la primera vez que lo escucha, pero reacciona como si lo fuera, como cuando se cuenta la misma anécdota en la sobremesa, año tras año, y es imposible aguantar la risa. Unas filas más allá hay un hombre canoso con los brazos cruzados que asiente al «superviviente sí, maldita sea» y a «el futuro es más breve y la resaca larga». Sabina solo ha cantado 'Lágrimas de mármol' y el concierto ya es un hervidero de historias.
A veces, aunque la letra diga una cosa, la canción significa otra muy distinta. Es lo que tiene formar parte de la banda sonora de tantas vidas. Un rato antes de que comenzara el espectáculo, Mercedes y Juan Miguel contaban su baile de novios, cuando se casaron en Roquetas. «Sonó 'Quién me ha robado el mes de abril', que no es la canción más romántica, pero la cantamos en un karaoke y, bueno, desde entonces seguimos juntos». Se pueden imaginar que, cuando Sabina la interpreta, ellos están en un lugar muy distinto. El mismo que encuentran cuando, más tarde, les susurra que cada noche sea noche de bodas, que no se ponga la luna de miel. Pero la pareja que se llevó el mayor regalo de la velada fue la de María y Alejandro, que le pidieron que fuera su testigo de la pedida de mano y él, cómo no, aceptó. Les dedicó 'Calle Melancolía'.
Dos peces de hielo
«Yo odio a Sabina, me parece un imbécil». La afirmación la hizo Julio, en la entrada de la Plaza. Julio no traga a Sabina y lo de «imbécil» es la palabra más suave que utiliza. Habla de política, de ideologías y tal. «Pero sus canciones también son mías, qué le vamos a hacer». Y allí está, perdido en las primeras filas, cantando con la vena hinchada desde la calle de la Alegría que lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un 'whisky on the rocks'. En Granada hay –por lo menos– diez mil almas capaces de recitar verso a verso el repertorio de Sabina, e incluso de utilizarlos como frases propias y habituales en conversaciones cotidianas. Son tan Sabinas como Sabina. Es difícil no encontrarse en una de sus canciones, no recordar alguna noche en la que el brindis resonaba con 'Lo niego todo', 'Mentiras piadosas', 'Ahora que...', 'Camas vacías' –enorme, Mara Barros–, 'Pacto entre caballeros', 'Donde habita el olvido', 'Peces de ciudad', 'Una canción para Magdalena', 'Por el bulevar de los sueños rotos', 'Y nos dieron las diez', 'Tan joven y tan viejo'... Y que te las cante Sabina en casa es un regalo. Los aplausos, no podía ser de otra manera, sonaron como un enorme signo de interrogación.
Él, Joaquín, tal vez sí que diga adiós. En la plaza, conforme se aproxima el final del concierto, el público parece aquel ateo que se acerca a las Puertas de San Pedro sabiendo que no, pero ¿y si sí? No, niegan esas diez mil cabezas repletas de historias, no puede ser. Pero lo único seguro es que él, Sabina, quería escribir la canción más hermosa del mundo, pero escribió la nuestra. «Ha sido muy conmovedor volver a despedirme de Granada», termina, like a Rolling Stone, princesa. Mecheros y humo.
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