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GORAN H.
Relato de verano

Jueves de Pasión

Manuela Moriana Moles

Domingo, 16 de julio 2023, 23:47

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La niña, que quería ser Santa aunque tuviera que sufrir algún tormento, solo lloraba y se apretaba contra la cintura de su madre. El penitente de la tercera fila y segunda columna se había desplomado junto a ella, cuando la pequeña repartía estampas del Señor de la Misericordia, entre los niños situados en la primera fila del recorrido del paso. El aire, con olor a incienso, sudor y promesas, se impregnó también de la fragancia metálica de la sangre. Una flor púrpura, del mismo color que la túnica con la que vestía, brotaba de su pecho. Ante el desconcierto y el ruido del público, la procesión se detuvo. Los tambores ya no atronaban y la música dejó de sonar.

Aurora lo había planeado y ejecutado todo con esmero. Se había introducido en la procesión, vestida de penitente, en la calle Niños Amados, estrecha y poco iluminada, donde el paso se detuvo por unos minutos para el descanso de los costaleros, lo que aprovecharon algunos transeúntes para cruzar de un lado a otro de la vía. Ese fue el momento elegido para culminar su obra. El desconcierto era incluso mayor del que había previsto en las decenas de veces que había rebobinado la escena en su cabeza, antes de que fuera real. No le costó encontrar el lugar anatómicamente perfecto en el cuerpo del penitente de la tercera fila y segunda columna, para clavar el escarpelo que llevaba bajo una manga.

Cuando se casó con él, su vida era muy diferente. Estaba enamorada de Enrique, o eso pensaba entonces. Con los años, empezaron a emerger dudas sobre si realmente era amor. Dejó de interesarse por él. Le molestaban sus bromas, que le resultaban chabacanas; sus aficiones, que le resultaban aburridas, y sus ronquidos, que le resultaban insoportables. A Enrique le empezó a crecer el perímetro de la cintura, a acentuársele las entradas y a aparecerle un doble mentón. Ya ni siquiera le resultaba atractivo. Un montón de hombres le parecían mucho más interesantes que aquel con quien compartía las sábanas. Veía cómo los años trataban mejor a los demás, como a su mejor amigo, Daniel, otro de los cofrades, a quien las canas, que ganaban terreno en su cabeza, le hacían parecer cada vez más atractivo, los músculos de su cuerpo se marcaban definidos en sus camisetas de verano y su voz adquiría un timbre cada vez más grave e interesante.

En alguna ocasión le mencionó a su esposo que le gustaría que se cuidara más, y que hicieran juntos cosas nuevas, pero él le indicó que ella también había perdido con los años, que no necesitaba nada nuevo en su vida y que siempre podía marcharse de casa si no estaba a gusto. «¿Marcharse de casa? ¿Con todo el esfuerzo y dinero que había invertido? ¿Con el jardín que, gracias a su trabajo, había visto crecer y florecer? ¿Con las amistades que había forjado con los años entre los vecinos de ese privilegiado barrio?». No, esa posibilidad no se encontraba entre sus opciones. Cuando la situación se hizo insostenible, cuando decidió que era imprescindible un cambio en su vida, pensó en otras alternativas. La noche del Jueves Santo fue el momento elegido para culminar el plan que tan concienzudamente había trazado; como se crea el Arte, como se paren las obras maestras: con trabajo, creatividad, devoción y disciplina.

Alguien gritó que era médico y se abrió paso para acudir al lado del penitente caído. Varios se agolparon, otros se marcharon, entre ellos Aurora. Un tacón se clavó sobre su pie derecho. No sintió dolor, por el efecto de la adrenalina que circulaba por sus venas, cuando se escabullía entre la multitud donde nadie se fijó en un penitente más o menos en el caos reinante. Nadie, excepto un niño pelirrojo, quien chupaba una garrapiñada y se la quedó mirando. A trescientos metros de la calle Niños Amados, un callejón sin salida ni nombre visible, albergaba los contenedores de basura de un restaurante chino, una pizzería y un bloque de pisos. Esa noche, detrás de uno de los contenedores, se despojó del ropaje de penitente que depositó en una bolsa, previamente doblada y escondida bajo una de sus ruedas. Al día siguiente quemaría su contenido.

Cuando llegó a casa, escuchó el sonido de la televisión al abrir la puerta. Recordaba perfectamente haberla apagado, sus rodillas comenzaron a temblar.

–¿Ya has vuelto? ¿Te has enterado? Lo han dado en las noticias –preguntó su marido desde el fondo del salón, al escuchar el ruido de la puerta de la calle cuando se abría.

–¿El qué? ¿Cómo es que estás aquí? –contestó con otra pregunta Aurora, a modo de respuesta, mientras sentía cómo empezaba a marearse.

–Avisé al Diputado Mayor de la Cofradía de que no me encontraba bien. Una maldita gastroenteritis, ya he ido tres veces al baño.

―–¿Y a quién han puesto en tu lugar?, preguntó su mujer mientras se sentaba en una silla y esperaba la confirmación de lo que ya imaginaba.

–A eso iba, como sabes, el orden lo determina la antigüedad. Daniel ha ocupado mi lugar, pobrecito, y así el resto ha adelantado un puesto, hasta llegar al final. La procesión se ha disuelto. Estoy intentando contactar con la familia. Pero… ¿dónde has estado? ¿Es que no te enteras de nada? Y ¿qué llevas en esa bolsa?

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