Las históricas lavanderas del norte de Granada
La asociación Matria recupera el relato de un oficio que se ha ejercido hasta fecha muy reciente en estas comarcas. Un libro recoge el testimonio de las mujeres que sobreviven.
La reivindicación de la historia de la vida diaria como alternativa a los grandes hechos normalmente contados en los libros académicos se ha convertido en una actividad que está descubriendo el otro lado de nuestro devenir, tanto remoto como reciente. Singularmente, se están haciendo muy interesantes avances en el relato de la vida de las mujeres, y en este ámbito entra la investigación llevada a cabo por la asociación Matria, que pone en valor la cultura en femenino, y que ha cristalizando en el libro 'Soleando en el río de la vida. Testimonio de las mujeres del Geoparque de Granada'. Las investigadoras Maribel Díez Jiménez, Ana María Gómez Román y María Encarnación Cambil Hernández son las autoras de los textos que lo conforman, y el volumen viene acompañado con múltiples fotografías que ilustran la evolución de este oficio, imprescindible en muchas casas antes de que llegaran las lavadoras automáticas.
«El objetivo del libro es la reivindicación de una actividad femenina muy concreta que el tiempo había ocultado y minimizado, como es el proceso de lavado de la ropa y todo lo que ello conllevaba, así como la importancia de la recogida y uso del agua», aseguran sus autoras en el prólogo. Las fuentes utilizadas para conformar el relato han sido fundamentalmente orales, dado que aún existen algunas supervivientes de la actividad, porque entre los años 50 y los 70 se siguió desarrollando con normalidad, debido a la falta de agua potable en los hogares y la ausencia de tecnologías aplicables a la gestión del agua. Pozos y aljibes eran las fuentes primarias de suministro, y la gran diferencia de estatus la marcaba la presencia o no de motores eléctricos en los pozos para extraer el agua. Incluso, en poblaciones grandes como Guadix, el espacio urbano estaba plagado de pozos, unos privados, otros públicos o comunitarios y los semipúblicos, cuya gestión dependía de su titularidad con un abanico de condiciones contractuales no escritas –arrendamiento, trueque, cuota o gratis–. La dación gratuita de agua, por parte de algunas vecinas propietarias de pozos, es recordada con gratitud, especialmente, por lo que significaba como ahorro de trabajo, tiempo y esfuerzo, como se recuerda en el libro.
Las condiciones
Según aparece en el volumen de la asociación Matria, en el oficio de lavandera se empleaban muchas mujeres de la clase trabajadora y humilde que prestaban el servicio a unas casas particulares o instituciones concretas, aunque también era una tarea más de las muchas que constituían el servicio doméstico y el mantenimiento del hogar. Es decir, que sería preciso distinguir entre aquellas mujeres que cobraban un salario por lavar exclusivamente la ropa de otras familias, las que recibían un emolumento completo por hacer todas las tareas domésticas, incluyendo la colada, teniendo en cuenta que, además, todas lavaban la ropa de su propio hogar y, obviamente, no cobraban por ello. De este modo, el trabajo lo realizaban normalmente mujeres autónomas, se ajustaba a través de contratos orales que las obligaban a trabajar a destajo y cobrar por faena realizada.
Hay noticias documentales sobre lavanderas profesionales desde finales del XVI, e incluso se habla, aunque hay poca información, de las beatas de la Transfixión, una agrupación religiosa femenina que realizaban diversas actividades domésticas tanto para el Cabildo catedralicio como para el Hospital de la Caridad de Guadix. Del siglo XVII, han trascendido nombres de lavanderas como Inés de Sagredo o Ana Bravo, al parecer muy duchas en su tarea.
En la segunda mitad del siglo XX, amén de que se seguía lavando en el río con pago a la pieza, había casas a las que acudían las lavanderas para mitigar el exceso de trabajo de las amas de casa, de forma quincenal. El testimonio de Carmen, lavandera en Aldeire, es muy esclarecedor: «Lavábamos 'hincás' de rodillas, en los mismos trapos que eran para lavar y ya con el último nos hincábamos en el suelo. Llevábamos la ropa en un tabaque o canasta de cañas finas con dos asas, que hacían las gitanas, llevábamos lejías, polvos, la tabla y jabón que hacía mi madre. Iba temprano, porque el río quedaba lejos, y me quedaba hasta las cuatro o las cinco, lavando y esperando a secar un poco la ropa porque si no pesaba mucho. Cuando estaba un poco soleada, me iba y la tendía en casa en unas cuerdas o se la llevaba a la casa de la señorica que tenía una habitación grande donde la ponía a secar», recuerda.
También lavandera profesional y de Aldeire, fue Carmen Garrido Rueda quien recuerda ir a trabajar al río todos los días al haberla contratado cuatro casas a la vez. A veces le pagaban en dinero otras en especie –papas, garbanzos, habillas…– según sus propias necesidades. Ambos son testimonios de un oficio hoy perdido, pero que forma parte de nuestro pasado como pueblo.
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