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Vanesa Aibar ayer en un momento de su intimista actuación. Jorge Pastor

La piel de la serpiente

La bailaora jienense Vanesa Aibar presenta su arriesgado espectáculo 'Áspid' en el Parque de las Ciencias de Granada

Jorge Fernández Bustos

Viernes, 17 de julio 2020, 01:47

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La parquedad de un baile intimista, personal, silencioso, al tañido de una guitarra o al percutir de su caja de resonancia ocupó la noche del miércoles en el Parque de las Ciencias enmarcado en las propuestas del FEX aséptico que, por los coletazos de la pandemia, nos proponen este año. La bailaora jienense Vanesa Aibar presentó su obra 'Áspid' ante un público tan heterogéneo como admirado, acompañada del versátil guitarrista José Torres Vicente y bajo la dirección de Francisco Sarabia Marichán. Un espectáculo arriesgado y personal, cargado de simbolismo, que se remonta desde los mitos primigenios y su perdurabilidad hasta la liberación femenina, pasando por la seducción, el romanticismo y la lucha de los contrarios.

El áspid, como animal poderoso y temido, se apodera de la primera escena y se va diluyendo hasta su final. Vanesa, cual sirena mermada, con vestido de cola que en realidad es una red que la envuelve, con un baile quebrado, se va liberando al latido exacto de la guitarra. Lo bello de la oruga es que pasa por crisálida y se convierte en mariposa para libar en libertad; la sierpe cambia su piel cada primavera. El baile de Vanesa adquiere esa autodeterminación personalísima que trasciende el flamenco y se asomó sin prejuicios, en primer lugar a la danza contemporánea, pero también al clásico y algún apunte de escuela bolera, rompiendo moldes establecidos y creando algo nuevo para un público que, si en un principio se veía perdido, a su final salió encantado. El flamenco se diluye en el conjunto, quizá si el cante hubiera estado presente, como en su presentación en Jerez, se hubiera definido algo más el género.

Vanesa no solo se libera de la red que la escora a la bestia del uso (por su extensión y por su pesadez), sino que se desprende de las mil horquillas que aferran su pelo, mientras la guitarra se aflamenca y el baile se hace sinuoso. A partir de ahí pasaremos de la soleá a la seguiriya, de la petenera al vito, en un todo continuo cuajado de mensaje. El guitarrista sevillano José Torres no es estático. Llega un momento que abandona su puesto e interactúa con la bailaora o, mejor dicho, se deja hacer por ella, como si de un estafermo se tratara, elemento vivo del atrezo. Ella enreda su pelo en las cuerdas; pone notas con sus dedos; acota el sonido de un manotazo; hace el pino y rodea al músico con sus piernas; o —belleza sin límite— busca el abrazo de su 'partenaire' para puntear la guitarra a cuatro manos mientras hacen mutis en un fundido final.

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