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Chemi Márquez observa un jarrón elaborado en la fábrica mientras Encarna, una voluntaria, decora una pieza Pepe Marín

El azul de Granada: cinco siglos de Fajalauza

Esta cerámica artesanal es una pieza imprescindible para entender la identidad cultural que la ciudad quiere mostrar en 2031

Domingo, 14 de septiembre 2025

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En el Albaicín hay un horno centenario donde el barro humilde se transformaba en platos, lebrillos y azulejos que hablan el idioma de la belleza útil y cotidiana. Ya en activo desde, al menos, 1517, este alfar es el último histórico que sobrevive. Hoy, bajo la mirada atenta de la Fundación Fajalauza, los pinceles siguen dibujando ramas, flores y aves azules sobre el blanco brillante, como hace cinco siglos. Y en ese gesto obstinado y artesanal, Granada juega también una de sus cartas más valiosas de cara a la capitalidad cultural europea de 2031: demostrar que cuidar su pasado es también una manera de trabajar en el futuro.

El alfar heredero de Al-Ándalus

La tradición alfarera de Granada está escrita a base de barro y fuego. El apellido Morales, ligado a este oficio desde el siglo XVI, guarda una genealogía de alfareros que aprendían a trabajar el torno casi al mismo tiempo que a leer. La familia vivía dentro de la fábrica, literalmente: la casa y el taller eran un mismo espacio donde se mezclaba el olor de la arcilla húmeda con el de la comida.

Cecilio Morales Moreno, fallecido en 2022, fue el último gran maestro de esta saga. Profesor en la Escuela de Artes y Oficios, defendió con tesón la continuidad de una labor que se tambaleó en los años setenta, cuando la crisis del petróleo, la subida de costes y la competencia del vidrio de Duralex estuvieron a punto de dar la puntilla a la cerámica artesanal. Cecilio modernizó las instalaciones, trasladó parte de la producción a un espacio más funcional y sobrevivió cuando decenas de talleres echaban el cierre.

El horno árabe original, sin embargo, siguió en pie como un milagro. Hoy permanece apuntalado, resistiendo al tiempo y a las presiones inmobiliarias, como uno de los pocos hornos hispanomusulmanes que quedan en el mundo. Un testimonio material de una tradición que hunde sus raíces en Al-Ándalus, cuando los motivos geométricos dieron paso a las flores, las ramas y los pájaros que distinguen a la cerámica de Fajalauza.

Visitar la antigua fábrica de la carretera de Murcia es adentrarse en un museo: la balsa de decantación, los molinos que molían esmaltes con plomo, los tornos, las prensas industriales de principios del XX… Todo está ahí, intacto, como si el tiempo se hubiera detenido en los años setenta.

Detalles del antiguo alfar, que se conserva tal y como lo dejó Cecilio en los años setenta Pepe Marín
Imagen principal - Detalles del antiguo alfar, que se conserva tal y como lo dejó Cecilio en los años setenta
Imagen secundaria 1 - Detalles del antiguo alfar, que se conserva tal y como lo dejó Cecilio en los años setenta
Imagen secundaria 2 - Detalles del antiguo alfar, que se conserva tal y como lo dejó Cecilio en los años setenta

El alfar es patrimonio industrial y también memoria inmaterial. Es la historia de un barrio, el Albaicín, y de una ciudad que se ha reconocido durante siglos en estas piezas humildes. «La cerámica murió el día que alguien le hizo un agujero a un plato para colgarlo en la pared», solía decir Cecilio, convencido de que su destino era el uso cotidiano. Se equivocaba, lo que ha salvado esta industria es precisamente su valor decorativo.

El movimiento ciudadano que se ha articulado en torno a la Fundación Fajalauza demuestra hasta qué punto esta tradición forma parte del ADN granadino. Más de 300 personas donaron dinero para salvar el tejado del alfar histórico. Cada teja recuperada es también el deseo de que la ciudad no renuncie a uno de sus símbolos.

El oficio de alfarero

Son décadas las que separan al antiguo alfar de la fábrica moderna, pero los procesos de trabajo conservan la misma esencia. Antes, el barro llegaba mezclado: arcilla de montaña y barro de río, combinados hasta dar con la textura exacta. Se amasaba primero con los pies, luego con máquinas que hoy quieren proteger por formar parte del patrimonio industrial. Se moldea en el torno, se deja secar y se cuece en el horno. Luego se aplica el baño blanco que da brillo y se pinta a mano con un pincel único que obliga a un trazo seguro e inconfundible. Por último, se vuelve a cocer hasta alcanzar los mil grados, momento en que el horno se apaga y la pieza reposa, frágil, hasta enfriarse.

«La cerámica murió el día que alguien le hizo un agujero a un plato para colgarlo en la pared», solía decir Cecilio, convencido de que su destino era el uso cotidiano. Se equivocaba, lo que ha salvado esta industria es precisamente su valor decorativo.

«Hasta que no sale del horno, no sabemos cómo quedará», explica Chemi Márquez, patrono de la Fundación y guía en esta visita. De esa incertidumbre nace también la belleza: «No hay dos piezas iguales, cada plato o lebrillo es irrepetible». Los colores son parte de la seña de identidad. El azul característico de Fajalauza no se confunde con ningún otro. Ni siquiera con las imitaciones industriales que inundan los mercadillos turísticos, baratas y uniformes. Quien conoce la verdadera cerámica lo advierte, «en los fallos está el alma».

Todavía funcionan las máquinas de la fábrica en la que Cecilio aprendió el oficio. El molino de esmaltes, la amasadora, las prensas, los tornos… todo puede ponerse en marcha, y la Fundación trabaja en recuperarlo poco a poco. En paralelo, el nuevo taller mantiene viva la actividad con seis trabajadores y decenas de proyectos formativos acogiendo a estudiantes o artistas que presentan sus trabajos en concursos o exposiciones.

La fábrica también abre sus patios a conciertos, representaciones teatrales, conferencias y festivales de cerámica como FANGO, en el que la artista Mercedes Lirola hizo volar pájaros de barro bajo el techo restaurado de la alfarería. En ese cruce entre memoria familiar, arte contemporáneo y tradición representa el verdadero valor cultural de Fajalauza.

Capitalidad cultural

La Fundación Fajalauza nació bajo el impulso de Cecilio Morales con un objetivo claro: evitar que el último alfar vivo de Granada acabara convertido en un solar para pisos.

Desde entonces, todos los beneficios de la producción se destinan a proyectos de conservación y recuperación. En apenas tres años, han logrado restaurar el tejado del alfar histórico y poner en marcha actividades educativas, visitas guiadas, talleres de cerámica y programas de voluntariado.

El sueño ahora es ver el antiguo horno encendido de nuevo. Una única producción realizada como hace cinco siglos: veinticuatro horas de fuego hasta alcanzar la temperatura necesaria para cocer las piezas. «Invitaríamos a músicos, compartiríamos unas cervezas y grabaríamos el proceso en un documental», explica Chemi. Sería, más que una cocción, un acto simbólico de recuperación. También se estudia la declaración de la fábrica como Bien de Interés Cultural.

Manuel España, alfarero de toda la vida, decora un plato. Los lebrillos y los cuencos son los productos más demandados de la fábrica Pepe Marín
Imagen principal - Manuel España, alfarero de toda la vida, decora un plato. Los lebrillos y los cuencos son los productos más demandados de la fábrica
Imagen secundaria 1 - Manuel España, alfarero de toda la vida, decora un plato. Los lebrillos y los cuencos son los productos más demandados de la fábrica
Imagen secundaria 2 - Manuel España, alfarero de toda la vida, decora un plato. Los lebrillos y los cuencos son los productos más demandados de la fábrica

Para lograrlo, la Fundación necesita apoyo público y privado. «Mantenernos podemos, pero recuperar la fábrica antigua sin ayuda es imposible», insiste. Las donaciones, tanto de particulares como de empresas, son vitales y cuentan además con beneficios fiscales.

Márquez subraya la relación con la candidatura a la Capitalidad Cultural 2031: sin Fajalauza, Granada perdería una parte esencial de su identidad. «Todo el mundo entiende que nuestra cerámica es parte fundamental de la cultura granadina, junto a la Alhambra. Queremos participar en este proyecto porque ya formamos parte de él».

En definitiva, el barro y el azul de Fajalauza son mucho más que un oficio artesanal. Si Granada aspira a ser Capital Europea de la Cultura en 2031, quizá deba empezar por mirarse en el reflejo esmaltado de un plato de Fajalauza: delicado, imperfecto y eterno.

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