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Pilar Serrano, la propietaria del quiosco, posa junto a la fotografía de su madre Enriqueta. Pepe Marín

70 años con las manos en la masa en el quiosco de la Plaza de la Trinidad

De toda la vida ·

Enriqueta se ganó el cariño de sus vecinos con su tienda de ultramarinos, que abasteció al Centro de Granada durante cinco décadas. Tras su fallecimiento, su hija Pilar cogió el testigo por amor al oficio y a su madre

Ángel Mengíbar

Sábado, 12 de marzo 2022, 00:13

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Con las primeras luces de la mañana, los vendedores ambulantes llegan a la placeta e instalan sus tenderetes para dar comienzo a la jornada. Frutas, verduras, pescado y hasta pavos vivos, que desfilan en plena calle bajo las golosas miradas de los presentes antes de que les llegue su San Martín, forman los comercios callejeros. Es la Plaza de la Trinidad de mediados del siglo XX, uno de los principales enclaves comerciales de Granada por aquel entonces y de la actualidad, ahora muy cambiado. Junto a la fuente central, un pequeño quiosco aún perdura como huella imborrable de aquella época.

Apenas ocupa un par de baldosas, pero la ristra de personas que allí se acumulan atraídas por el olor a pan de toda la vida es inagotable. Tiene cerca de 70 años de historia y guarda en sus estantes hogazas, salaíllas, chapatas, ensaimadas, napolitanas y un sinfín de delicias caseras. Enriqueta Zafra ha atendido el mostrador durante toda una vida. Prácticamente, hasta su último aliento. «Cogió las riendas del quiosco en 1963 y aquí ha estado 50 años de lunes a domingo, día y noche», explica Pilar Serrano, la hija menor de Enriqueta, a IDEAL. En noviembre de 2011, tan solo dos meses después de dejar a un lado la panadería a causa de sus problemas de salud, Enriqueta falleció a los 79 años.

«Mi madre era una persona muy trabajadora. Encerrada en su puesto sacó adelante, ella sola, a cuatro hijos. Vendía pan, embutidos, dulces, bocadillos... Solo descansaba tres días al año: Navidad, Año Nuevo y el Viernes Santo. La venta era su vida», relata Pilar mientras se coloca su mandil blanco, que tiene cosido el nombre de Enriqueta a la altura del pecho. «Aunque mi tío Pedro inició el negocio en los años '50, todo el barrio reconoce el quiosco por mi madre. De hecho, muchos clientes me llaman Enriqueta cada día y estoy encantada de seguirles la corriente», bromea mientras despacha cañas de chocolate y barras de pan desde primera hora.

Para que todo el esfuerzo no fuese en vano, entrada en la cincuentena, Pilar se puso al frente del puesto de la Plaza de la Trinidad una vez murió su madre. La clientela habitual, lejos de cambiar de panadería, siguió acudiendo a la de Enriqueta, ahora de Pilar desde hace más de una década. «Llegué al barrio antes que Enriqueta y, desde que ella se instaló en la plaza, compro en su puesto cada día», afirma Luis, un vecino de la calle Alhóndiga que se queda sin palabras para describir a la antigua propietaria. «Si Pilar es buena, Enriqueta la superaba. Era pura calidad humana», apostilla Mari Ángeles, otra clienta de toda la vida.

Tal es el cariño que el barrio guarda a Enriqueta que, a modo de homenaje, su puesto se convirtió durante unos días en un altar. Numerosas velas rojas se situaron bajo la persiana y los vecinos redactaron cartas de despedida para honrar el recuerdo de la panadera, documentos que conserva Pilar como oro en paño. Casi por alguna razón mística difícil de explicar, es como si todavía la propia Enriqueta siguiese allí, atendiendo a sus clientes y ataviada con su tradicional bata rosa. «Más que clientes, son como de nuestra familia. Mi madre era muy buena persona y todos ellos la querían mucho. Por eso decidí que tenía que coger el quiosco».

En harina

Entre Lavadero de las Tablas y Puentezuelas, los hermanos Serrano Zafra se criaron con la ausencia de su padre fallecido y de su madre, que no podía desatender la tienda. Sin embargo, aquellas faltas no se tradujeron en un trauma, sino más bien en un oficio. Como Enriqueta, tanto Pilar como sus tres hermanos decidieron meterse en harina. Desde la creación de la masa hasta la venta al público. «Somos panaderos de los de toda la vida. Tenemos una panadería en Alhendín donde hacemos nosotros mismos el pan y los productos de bollería. Se cocina por la noche y se distribuye por la mañana a restaurantes y establecimientos, entre ellos mi quiosco. Es nuestra vida y nos encanta».

En una breve pausa de la venta, Pilar abre la compuerta inferior, sale del puesto y recoge una nueva remesa recién llegada del horno mientras mira hacia el futuro. «A mí me quedan muchos años por delante, pero las nuevas generaciones no piensan mantener la tradición. Ni quieren ellos, ni nosotros -desvela-. Es un trabajo muy esclavo, casi sin descanso, y trabajar durante la noche se hace pesado». En los escasos momentos de tiempo libre que permite la venta, los hijos de Enriqueta suben hasta el cementerio para visitar el nicho de su madre. Sobre todo Pilar, pues al resto les invade la melancolía.

«A mí me ocurre todo lo contrario. Me gusta ir y limpiar su lápida siempre que puedo. De pequeña, iba a menudo con mi madre a ordenar las tumbas de nuestra familia. Estábamos muy unidas. Cuando subo, me vienen a la cabeza muy buenos recuerdos. Cuando no tengo tiempo, les pido el favor a las chicas de las flores del cementerio. Ya me conocen». Quizá ellas también hayan hecho cola alguna vez para llevarse a la boca cualquiera de las delicias de Pilar (y Enriqueta).

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