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Prohibido el paso a los infieles

Prohibido el paso a los infieles

Qom es la capital religiosa del país de los ayatolás, sede de la escuela coránica desde la que el imán Jomeini lanzó su discurso mesiánico con el que derrocó la tiranía del Sha

SERGIO GARCÍA

Sábado, 30 de diciembre 2017, 00:26

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Decía el periodista polaco Ryszard Kapuscinski que Qom era la ciudad de «la ortodoxia a ultranza y la fe militante», la que marca el pulso de Irán, un país donde el clero religioso a menudo diseña las políticas de Estado y el estornudo de un ayatolá puede derrocar a un Sha. Ha sido refugio de ulemas y santones desde el siglo VIII, cuando los suníes derrotaron a los chiíes –a los que aún hoy superan en una proporción de nueve contra uno– inaugurando una tradición de califas omeyas, abassíes y otomanos que ha perdurado por los siglos de los siglos, trasladando el faro del mundo musulmán de Damasco a Bagdad y de allí a Estambul. Un escenario en el que los seguidores de Alí, el yerno de Mahoma y supuesto depositario de sus enseñanzas, han sido siempre los rebeldes, los sediciosos, los inconformistas; un estigma que les llevó a buscar refugio en la antigua Persia, salpicada entonces de templos de fuego y torres de viento.

Qom, situada a 150 kilómetros de Teherán, dejó hace mucho tiempo de ser ese villorrio al que llegaban las caravanas de la Ruta de la Seda buscando alimento para el cuerpo y consuelo para el espíritu. Supera holgadamente el millón de habitantes, a los que hay que añadir la inmensa cantidad de peregrinos que visitan sus más de quinientas mezquitas y sus seminarios coránicos. Entre los ilustres huéspedes de la madraza Eyziyeh está el ayatolá Jomeini, látigo del último Sha, a quien ni la Savak –la temible policía política– ni el exilio en París consiguieron enmudecer. Su discurso mesiánico se derramaba desde el balcón de un callejón angosto de Qom para incendiar hasta el último rincón del país; la sentencia de muerte para la dinastia Pahlevi.

Su testigo lo portan hoy los sayeds, descendientes del profeta Mahoma, reconocibles por el turbante negro. Merodean alrededor del Hazrat Masoumeh, el Mausoleo de Fátima, junto con la ciudad de Mashhad, los lugares más santos del chiísmo. El espectáculo es apabullante. Cientos de personas hacen cola desde primera hora de la mañana para pasar los controles y desparramarse por un recinto de una belleza sin parangón, cuajado de filigranas, motivos geométricos y columnas de alabastro. Su cúpula dorada, los minaretes esmaltados, las puertas forradas de azulejos, el mosaico de alfombras de Naím e Isfahan que cubren el suelo... Todo suntuoso, abigarrado, exagerado, un poco ‘kitsch’, como corresponde al lujo asiático; obsceno por los contrastes que propicia. En una palabra, arrebatador.

El interior del mausoleo está vedado a los ojos de los no creyentes, que deben conformarse –y no es poco– con recorrer la plaza frente a la que se despliega la mezquita como un lienzo deslumbrante. Las familias recostadas en el suelo: ellas vestidas de riguroso negro, vigilando a los críos que juegan con la naturalidad que se esperaría de ellos en un parque;ellos, desgranando las cuentas del tasbih, la versión local del rosario. Las cámaras de los móviles restallan como si respondieran a una señal, mientras el muecín llama a la oración y la muchedumbre se prosterna con indolencia, obediente.

En el interior, por el contrario, la agitación alcanza el paroxismo. La muchedumbre, relatan quienes tienen el privilegio de entrar, se arremolina en torno al mausoleo enjaezado de flores y cubierto por un techo de cristal cosido de aristas que simula el cielo estrellado. Algunos gritan como si se desgarraran por dentro, mientras golpean con la frente un símbolo que ha sobrevivido a océanos de tiempo. Los creyentes se mueven al ritmo lento del magma, los niños deslizándose sobre sus cabezas en un intento agónico de sus padres por que rocen la divinidad con las yemas de los dedos. Una fe sin fisuras, orgullosa y excluyente, que traspasa los muros de las mezquitas y parece aliarse con el calor sofocante. No hay lugar para los tibios. Abstenerse los infieles.

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