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Hasta 50.000 muertos al año por consumir este elemento

Hasta 50.000 muertos al año por consumir este elemento

El país consume carbón por patriotismo, pero el precio supone tener 33 de las 50 ciudades más contaminadas de Europa: 50.000 muertos al año

ANTONIO CORBILLÓN

Jueves, 3 de mayo 2018, 00:38

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Hay amores que matan. Y el amor de los polacos por el carbón se lleva cada año la vida de unas 50.000 personas, como si España perdiera de golpe una ciudad del tamaño de Ávila. O Portugalete. El final del túnel invernal no reduce el mayor reto del país: 33 de las 50 ciudades más contaminadas de Europa están en su territorio. Pero el problema va mucho más allá y toca el alma de sus habitantes, que consideran el consumo de carbón -el «oro negro» aún lo llaman- como algo «patriótico», que les permite subir la autoestima y el orgullo de rechazar el gas ruso. Los oleoductos pasan de largo para calentar Alemania o Francia.

El precio de este venenoso nacionalismo, muy fomentado por el Ejecutivo conservador del partido Ley y Justicia, empieza a encontrar el rechazo de amplios sectores de la Polonia más urbana. Una visita a las ciudades de la región sureña de Malopolska, encabezada por su capital, Cracovia, puede dar al observador la impresión de estar en Pekín o Nueva Delhi. Lo habitual es ver cada mañana cómo sus vecinos salen del portal con máscaras 'antismog' (antihumo).

El frío invierno que este año se desató sobre toda Europa eclosionará esta primavera con la habitual saturación en los hospitales de las patologías respiratorias. Muchas acaban en la fatalidad. El 12% de las muertes anuales en el país se deben al aire que respiran sus ciudadanos. Durante esos crudos meses, la mitad de los hogares polacos (19 millones de personas) han sobrevivido gracias a carbón barato que introducen en las docenas de miles de calderas caseras y hornos comunitarios. A veces incluso queman todos sus desechos, plásticos incluidos. Para los niños, una parte de su recreo es introducir en los hornos callejeros todo lo que encuentran; fogoneros involuntarios del amor grupal por el fuego.

La Unión Europea ya le ha dado varios avisos al país, que está obligado desde 2010 a elaborar planes de calidad del aire. La falta de respuesta llevó al Tribunal de Justicia Europeo a condenar a Polonia a finales de febrero por superar los límites de polución. A su Gobierno, uno de los rebeldes en la aplicación de las directivas comunitarias, le preocupa poco. En uno de sus primeros discursos tras jurar el cargo el pasado diciembre, el primer ministro Mateusz Morawiecki anunció planes para abrir dos nuevas minas de carbón en Silesia (suroeste).

La afición de los polacos a este mineral es tal que están importando ingentes cantidades de Estados Unidos, después de que Donald Trump se comprometiera a reducir las emisiones contaminantes. Todo son récords cuando se habla de carbón. En Belchatow presumen de tener la mina más grande de Europa: casi 13 kilómetros de largo y tres de ancho. Para rematar la faena, un consorcio internacional construye en Opole (a 200 kilómetros de Cracovia) la que será la mayor planta energética de carbón del continente.

Elegir la hora del paseo

Pero, junto con las nuevas centrales térmicas, en el país se multiplican también los colectivos ciudadanos que reclaman un cambio de rumbo. Alarm Smogowy (Alarma de Smog) denuncia que la contaminación afecta incluso a los sistemas de medición oficiales. Si se aplicasen criterios como los de Francia o España, las alertas habrían superado en 2017 los 260 días. Sin embargo, las alarmas sólo se pusieron rojas en tres. Tener el parque automovilístico más viejo de la UE, con una antigüedad media de trece años, no ayuda a mejorar la calidad del ozono.

Una cifra ridícula si se analiza el espacio aéreo polaco desde la estratosfera. Las partículas «delimitan nuestro espacio aéreo con la precisión de un GPS», ironizan los activistas de Alarm Smogowy en su página de Facebook. En la capital, Varsovia, hay periódicos que hasta han regalado máscaras protectoras a sus lectores para concienciar de la situación.

Al menos, se perciben algunos intentos por admitir el problema. En Cracovia y otras poblaciones de su región, las autoridades empiezan a usar drones para detectar los focos más contaminantes. Las familias utilizan la información para decidir a qué horas y por qué zonas de sus ciudades se puede salir un rato en los días más duros sin que la salud peligre todavía más. Las noches en algunas urbes están marcadas por fantasmagóricas calles en las que las farolas reflejan un amenazante ambiente de un color naranja resplandeciente. Como si el aire saliera de una batidora.

En ciudades como Rybnik (del tamaño de San Sebastián), los colegios cierran varios días cada curso para que los niños se ahorren respirar aire viciado. Agnieska Drozd, líder de Warsaw Smog Alarm (Alarma de Smog en Varsovia), advierte en un diario de la capital que «es como si nuestros hijos se fumaran un par de cigarrillos al día. Como mínimo».

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