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Uno de los escasos habitantes que quedan en Houtouwan desciende por un empinado camino. JOHANNES EISELE / AFP
La aldea tomada por la vegetación: así se vive en el pueblo verde

La aldea tomada por la vegetación: así se vive en el pueblo verde

La vegetación reconquista su espacio en Houtouwan, una aldea china que fue un próspero núcleo pesquero hasta hace 25 años

JOSEBA VÁZQUEZ

Lunes, 2 de julio 2018, 01:29

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Tratar de dominar la naturaleza es un ejercicio inútil. A lo sumo podemos aspirar a mitigar los efectos de su fuerza. Y no siempre. Por muchos avances científicos que el hombre cree, por muchas dificultades que la ingeniería resuelva, siempre llegará el momento en que un río recupere el cauce del que fue desviado, un volcán despierte para arrasar lo que pille con miles de toneladas de lava hirviendo, un terremoto se trague casas y barrios enteros o un tsunami haga desaparecer kilómetros de costa. Puntual y recurrentemente, ella nos pondrá en nuestro sitio.

«La idea de una guerra del hombre contra la Naturaleza para dominarla y para conseguir que exclusivamente nos sirva está perdida», resume el pensador y geólogo José Luis San Miguel de Pablos en su libro 'Filosofía de la Naturaleza'. Todos lo sabemos, aunque a menudo se nos olvida. Claro que no siempre la Tierra necesita expresar su hegemonía de forma brutal y provocando consecuencias dramáticas. En ocasiones, le basta con que su huésped más depredador cese en una determinada actividad para que ella, de forma paciente, con todo el tiempo a su favor, recupere poquito a poco lo que un día le perteneció. Sucede, y es solo un ejemplo, en la abandonada aldea china de Houtouwan, un antiguo poblado de pescadores situado al norte de la isla de Shengshan, una más de las casi 400 que integran el archipiélago de Shengsi. Allí, en pleno mar de la China Oriental, a apenas a 64 kilómetros en línea recta de Shangai, una frondosa vegetación de helechos, enredaderas, zarzas y malas hierbas ha cubierto de forma espectacular las viviendas, calles y demás construcciones que los antiguos habitantes dejaron atrás hace un cuarto de siglo en busca de un mejor destino para vivir.

Turistas y cuatro lugareños

Cuentan que este lugar ahora oculto bajo un espeso manto verde era en su día una próspera comunidad que registraba el cotidiano bullicio generado por el trajín de sus pescadores en el pequeño puerto, las idas y venidas de las mujeres, el correteo juguetón de los niños y el esforzado trabajo de algunos animales de carga. El silencio se hizo cuando, a principios de la década de los noventa, los casi dos millares de habitantes que llegaron a censarse en Houtouwan cerraron sus robustas viviendas de piedra e iniciaron un éxodo hacia el continente, forzados por la difícil situación económica, la escasez de alimentos y la falta de escuela, atención médica y otros servicios básicos. Shengshan, como la mayor parte de sus hermanas de archipiélago, presenta una complicada orografía plagada de pendientes, lo que dificulta mucho el abastecimiento. La vida, por tanto, no es cómoda allí y, de hecho, solo 18 de las islas se encuentran actualmente habitadas.

Para 1994, el poblado se encontraba casi totalmente vacío. Hoy, solo un puñado de lugareños, cuatro o cinco según la fuente que se consulte, mantienen en él su modesta residencia, moradas dotadas de lo imprescindible, carentes de lujo y básicamente aisladas de la selva que se ha tragado el resto de la aldea. Es la suya una existencia próxima a lo monacal. Algunos de ellos abren un par de tiendas durante los fines de semana, cuando se da la mayor afluencia de turistas. También acuden visitantes en los días laborables, pero en un número mucho menor.

Y es que el enclave es desde hace tiempo un importante centro de atracción popular. La verde capa que ahora abriga a las abandonadas construcciones concede a Houtouwan un halo casi fantasmal y ya se sabe que los cuentos de misterio siempre han ejercido una irresistible seducción entre los humanos. Los curiosos visitantes recorren los angostos senderos de la aldea, un espléndido paraje por el que suben, bajan y, de vez en cuando, se detienen para fotografiar las casas en ruinas. Generalmente, lo hacen desde fuera, porque la vegetación invasora impide el acceso a la mayoría de ellas.

El pueblo de los gatos

Hay quien equipara la situación de este poblado chino con la que se da en otra isla, la japonesa Aoshima. Con una diferencia relevante: en este caso no es la naturaleza la que ha reclamado y recuperado lo que es suyo, sino una numerosa colonia de gatos. Convertidos en el grupo poblacional mayoritario en el lugar, más de 120 mininos comparten espacio con apenas veinte personas, casi todas pensionistas.

Los felinos, por tanto, multiplican por seis la presencia humana y esta circunstancia lleva también hasta Aoshima a numerosos visitantes interesados en presenciar en vivo un escenario tan particular. La isla llegó a contar con 900 habitantes a mediados del siglo pasado y los gatos fueron llevados para acabar con la plaga de ratones que invadían los barcos. Con el tiempo, sus descendientes se han hecho dueños del lugar.

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