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Eñaut, en su kayak frente al glaciar Fouque, en la isla de Hoste, mientras realiza mediciones batimétricas. «Vas con miedo de que se desprenda un trozo de hielo». FOTOS: INCÓGNITA PATAGONIA
En el fin del mundo

En el fin del mundo

Eñaut Izagirre zarpó en velero a los confines más australes de Sudamérica para estudiar el retroceso de los glaciares. Su expedición a la isla Hoste mereció el premio de la Sociedad Geográfica Española al mejor viaje de 2017. «Soy un privilegiado», dice el científico

JOSÉ ANTONIO GUERRERO

Lunes, 16 de julio 2018, 01:15

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Geógrafo, glaciólogo, montañero, explorador... Eñaut Izagirre, guipuzcoano de Elgoibar, de 27 años, es un hombre de hielo que funde cualquier atisbo de hermetismo, frialdad y autocontrol desparramando emociones cuando habla sin parar de sus viajes a los glaciares de la Patagonia, los Andes, Islandia, los Alpes... y sus cercanos y amados Pirineos, donde ha estudiado una veintena de ellos. Este guardián de las nieves de rotundo nombre vascofrancés es posiblemente el joven científico que mejor conoce esas masas congeladas que acumulan el 75% del agua dulce del mundo. Tanto le preocupa el retroceso que están sufriendo por el calentamiento del planeta, que ha empeñado tiempo y dinero en investigar este fenómeno en tierras gélidas e inhóspitas que, antes que él, cautivaron a exploradores de todos los tiempos.

Licenciado en Geografía por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), Eñaut y otros dos compañeros glaciólogos (Ibai Rico y el norteamericano Evan Milles) se embarcaron hace dos años en una aventura para explorar y recorrer el campo de hielo Cloue (en la isla de Hoste, en el mítico Cabo de Hornos, al sur de Chile), uno de los retos montañeros pendientes en la Patagonia, con la idea de investigar el hielo glaciar y su lento retroceso. Bautizaron el proyecto como 'Incógnita Patagonia' por tratarse de una de las regiones más remotas y desconocidas. Su expedición recibió en 2017 el premio al viaje del año de la Sociedad Geográfica Española (SGE). Aquí cuenta la experiencia.

Esas manchas blancas de hielo...

Todo en la vida tiene un principio y la pasión de Eñaut por los glaciares le viene de chaval, de cuando sus abuelos y sus padres, un profesor de Matemáticas y la propietaria de una pequeña tienda de regalos de Elgoibar, le contagiaron su amor por la montaña. Primero, los vecinos Pirineos, que se convirtieron en su segunda casa. Luego vinieron los Alpes, el Atlas marroquí, las montañas de Turquía..., pero él seguía dándole vueltas a la misma pregunta que se hacía de niño cada vez que se topaba con un pequeño glaciar en sus excursiones estivales a Belagua y al Valle de Tena. «Los Pirineos es una cordillera de clima bastante templado, digamos que Mediterráneo, y yo me decía ¿qué hacen ahí esas manchas blancas de hielo? Creo que esa curiosidad por saber cómo esos glaciares esculpieron el paisaje de aquellas montañas me llevó a estudiar Geografía y seguidamente a buscar glaciares más grandes por todo el mundo para acercarme a ellos desde un punto de vista científico».

Primer contacto con la Patagonia

Concluida la carrera, y en su afán por desentrañar los misterios de esos indomables colosos de hielo, Eñaut cruzó el Atlántico para cursar un máster en Glaciología en la Universidad de Magallanes, en Punta Arenas, la puerta de entrada a la Patagonia chilena, una hermosa región con su séquito de glaciares. Allí empezó a cocerse la idea de 'Incógnita Patagonia', la que a la postre ha sido (exceptuando la Antártida), la expedición al campo de hielo más austral del mundo.

Corre el año 2015 y Eñaut mantiene largas charlas con sus amigos y compañeros de otras expediciones menos audaces, Ibai y Evan. Los tres son geógrafos, los tres comparten su inquietud por el fenómeno glaciar y los tres albergan el sueño de explorar territorios ignotos. Ibai conocía muy bien los glaciares de Alaska, Evan los del Himalaya, y él, los de la Patagonia. «Mirando mapas a ver qué territorios eran más desconocidos, encontramos un campo de hielo (una extensa área de glaciares continentales) en la isla de Hoste. El lugar solo había sido documentado a finales del siglo XIX por una expedición francesa, que había hecho un mapa y poco más. Teníamos las cartas náuticas de la Armada chilena, que tampoco aclaraban nada, así que decidimos que ese era el sitio donde queríamos ir, no solo por la aventura de viajar a un territorio remoto, sino, sobre todo, por investigar qué estaba pasando con esos glaciares que año tras año parecían perder masa de hielo».

Los preparativos del viaje

Así que los tres se pusieron manos a la obra para acometer una travesía épica con ese halo romántico de saber que su Ítaca particular era el último campo de hielo por explorar. Zarparon el 10 de marzo de 2016 en el velero 'Northanger', de 16 metros de eslora, dos mástiles y quilla levantable. Ahí montaron su campamento base flotante. El acopio de víveres lo hicieron en Punta Arenas, desde donde enviaron 40 cajas de comida por ferry hasta Puerto Williams, el pueblo del fin del mundo pues no hay otro en un punto tan austral. Los expedicionarios volaron hasta allí, donde permanecieron una semana preparando la embarcación antes de partir a su destino, ese 'Finis Terrae' golpeado por el viento, la lluvia y la nieve.

El barco estaba capitaneado por Keri Pashuk, una amiga canadiense, y le acompañaba un joven tripulante, Caesar Schinas, oriundo de la caribeña isla de Antigua, y 'Pichi', una perrita callejera. Patatas, lentejas, aceite, conservas de carne y pescado, barritas de cereales, frutos secos, leche en polvo, chocolate... y kilos de comida seca y deshidratada llenaban la despensa del velero, donde hicieron un pequeño hueco para unos sobres al vacío de jamón serrano... «para darnos de vez en cuando una alegría», cuenta Eñaut, aún relamiéndose con esos recuerdos 'pata negra'.

El día a día

Tras una semana de navegación arribaron a la isla Hoste y no tardaron en iniciar las investigaciones. Buscaban bahías seguras, bien resguardadas de los fuertes y repentinos vientos que azotan el lugar. Allí echaban el ancla y amarraban el velero a tierra con sogas y cuerdas. La distancia a la costa, no más de 50 metros, la salvaban en una pequeña zódiac. Se levantaban temprano, sobre las seis de la mañana, desayunaban un buen cuenco de muesli y avena, y un vaso grande de café: «Sí, el café era importante; con eso, y con las barritas y el chocolate, tirábamos todo el día», cuenta el del Elgoibar.

Mientras Ibai y Evan recorrían las llanuras heladas en las que nacen los glaciares y escalaban montañas, él navegaba con un kayak hinchable por los fiordos de Hoste, realizando mediciones sobre el estado de los glaciares y tomando datos para comprobar los cambios que ha sufrido su extensión.

Ya cuando oscurecía, sobre las cinco o seis de la tarde (eran los meses de marzo-abril, el otoño austral, y se hacía de noche pronto), se recogían para cenar juntos en el barco y poner en común sus impresiones. La cena la celebraban como una especie de festín que clausuraba una jornada de largas horas de trabajo en condiciones extremas. «Cenábamos a lo grande, un plato de lentejas o una cazuela de carne con verduras. A las nueve, agotados, nos íbamos a la piltra».

Dormían en un camarote de literas, con un saco de esos que aguanta temperaturas de diez grados bajo cero, más o menos la que podía hacer en el exterior del 'Northanger'.

Perdidos en mitad de la ventisca

No hay expedición exenta de riesgo y cuarenta días con sus cuarenta silenciosas noches dan para algunos sobresaltos. El peor momento lo vivieron en una salida en la que esperaban una ventana de buen tiempo para poder hacer una travesía de dos días. «Tuvimos problemas con la interpretación meteorológica; no podíamos ni imaginar la tormenta que nos vino encima, nos pilló por sorpresa».

Los partes daban buen tiempo para tres días, pero un inesperado temporal procedente del Pacífico los dejó aislados en plena ruta. Aguantaron durante 18 horas entre rachas de viento gélido de 150 kilómetros por hora. «Estás en el último confín del mundo, sin ninguna posibilidad de rescate y sin comunicaciones; te sientes muy solo y aislado. Ahí es cuando entras en un momento de angustia, pero no hay que perder la calma». Ellos no la perdieron y salieron airosos de la traumática experiencia, que a la postre resultó para todos una positiva lección de supervivencia.

Solo por esto merece la pena

El peso de todo ese agobio tuvo también su contrapunto en «la maravillosa sensación de estar pisando el fin del mundo», en una de las regiones más salvajes del planeta, acrecentada con fantásticos encuentros con lobos marinos, focas, delfines y ballenas que exhibían sus colosales colas en su pausado peregrinar del Atlántico al Pacífico.

El hombre en aquellos lares se siente insignificante. «En esos momentos en que estás tú en tu soledad, sabiendo que andas en el extremo austral del mundo y de repente ves a pocos metros unos delfines saltando... pues te sientes un ser privilegiado. He tenido la suerte de conocer lugares bellísimos... y creo que soy un afortunado», confiesa. Y apostilla: «Siento que la Patagonia es especial, allí percibes todavía ese rasgo de exploración más propio del siglo XIX; tiene una magia que te enamora, es un lugar de una belleza y una inmensidad increíbles. Mar, bosques, hielo... la grandeza. No te vas con pena, te vas con ganas de volver». Él no ha dejado de hacerlo cada año desde 2013. Y este 2018 regresará a aquellas tierras de hielo.

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