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Así nos engaña nuestro cerebro: ¿Medio lleno o medio vacío?

Así nos engaña nuestro cerebro: ¿Medio lleno o medio vacío?

Nuestro cerebro tiende a magnificar los problemas a medida que escasean. El hallazgo explica por qué, pese al progreso de la humanidad, algunos lo ven todo negro

INÉS GALLASTEGUI

Lunes, 30 de julio 2018, 01:15

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El cambio climático, el terrorismo, las guerras, los desastres naturales, las epidemias, el hambre, las desigualdades sociales, la violencia machista, la obesidad, las 'fake news', el reguetón... El mundo parece deslizarse hacia el apocalipsis bajo el peso de horrorosas calamidades. Todo va a peor. ¿O no? Lo cierto es que la humanidad está hoy mejor que nunca -en libertad, educación, salud, alimentación, cultura y cualquier otro indicador que se observe-, pero cada vez más gente se siente al borde del abismo. Es verdad que los medios de comunicación y las redes sociales divulgan lo malo más que lo bueno, pero además la percepción humana es singular y las personas tenemos una tendencia natural a ver el vaso medio vacío. El psicólogo David Levari lo ha demostrado en un laboratorio: cuando los problemas se vuelven menos frecuentes, ampliamos nuestro concepto de 'problema' para seguir encontrándolos y, claro, no apreciamos que ya están en vías de resolución. «La felicidad subjetiva y la objetiva no tienen por qué ir en paralelo. Cuanto más altas son las expectativas, más difícil será alcanzarlas», argumenta el filósofo José Antonio Marina.

Siempre se ha dicho que la realidad es una u otra según el color del cristal con que se mire, pero quizá el foco no haya que ponerlo en el cristal, ni siquiera en los ojos, sino en nuestro cerebro. La investigación del equipo del departamento de Psicología de la Universidad de Harvard liderado por Levari, publicada hace unos días en la revista 'Science', se dividió en varios experimentos. En el primero, se mostró a un grupo de voluntarios una serie de mil puntos en tonos que iban del 'muy azul' al 'muy violeta' y se les pidió que dijeran cuántos eran azules. Al principio, los sujetos veían la misma proporción de topos de ambos colores. Cuando los investigadores fueron reduciendo el número de figuras azules, el cambio no fue apreciado por los 'conejillos de indias', que seguían encontrando idéntica cantidad de los dos. ¿Cómo? Habían cambiado su concepto de 'azul', abriéndolo a tonalidades que antes habían considerado 'violeta'. Y siguieron haciéndolo incluso cuando se les advirtió de que este fenómeno podía ocurrir y se les ofrecieron pequeñas recompensas económicas si lograban evitarlo.

Sin embargo, los colores no tienen cualidades morales; no son buenos o malos. El siguiente experimento iba más allá: los individuos fueron expuestos a un conjunto de caras diseñadas por ordenador -en un rango entre 'muy intimidantes' y 'muy inofensivas'- y se les solicitó que indicaran cuáles consideraban 'amenazantes'. Cuando en la pantalla decreció la frecuencia de rostros torvos, los 'cobayas' empezaron a cambiar de criterio y a considerar peligrosas a quienes antes les habían parecido candorosas abuelitas.

En este punto, el equipo de Levari se preguntó si este fenómeno podía responder a «una curiosa propiedad del sistema visual», por lo que diseñó un experimento en el que la valoración no fuera meramente óptica. «Sospechábamos que los juicios morales serían más consistentes a lo largo del tiempo. Al fin y al cabo, si hoy crees que la violencia está mal, deberías seguir creyéndolo mañana, independientemente de cuánta violencia hayas visto ese día», razona Levari en un artículo titulado 'Por qué tu cerebro nunca se queda sin problemas que encontrar'. Así que pidieron a los sujetos que adoptasen el papel de comités de ética científica y puntuasen diferentes propuestas de investigación en un rango entre 'muy éticas' y 'muy poco éticas'.

Pero los psicólogos erraban y sucedió lo que, a estas alturas, cualquiera puede adivinar: a medida que iban eliminando proyectos de dudosa moralidad, los participantes empezaron a poner reparos a trabajos que antes les habrían parecido perfectamente inocuos. «Una anomalía en la forma en la que el cerebro humano procesa la información hace que, cuando algo se vuelve infrecuente, lo veamos en más sitios que nunca», señala el profesor. El equipo ha bautizado el fenómeno como 'cambio de concepto inducido por prevalencia'. Una forma más gráfica de definirlo sería 'mover las porterías en medio del partido'.

Manipulación populista

Este fenómeno puede tener consecuencias en muchos ámbitos en los que ser consistente en la toma de decisiones es importante, desde diagnósticos médicos hasta inversiones financieras. Pero también podría estar influyendo en cómo vemos el mundo, en nuestra filosofía de vida y hasta en nuestro estado de ánimo. Ante los males del planeta, ¿somos sensibles o más bien histéricos? ¿Ejercemos nuestros derechos ciudadanos o hemos 'movido las porterías'? ¿Nos manejan movimientos populistas con la táctica del 'cuanto peor, mejor'? «Hay un pesimismo político estratégico -responde Marina-. Los partidos que no están en el poder tienen que subrayar los aspectos malos de la situación. Y los más revolucionarios, insistir en que la situación no tiene remedio sin un cambio radical».

Pero la verdad es que la humanidad progresa. «El mundo en el último medio siglo ha mejorado en esperanza de vida y en educación. Ha disminuido el número de madres que mueren en el parto y de muertes infantiles. Se ha reducido la violencia», enumera el ensayista. El gurú del optimismo Steven Pinker recuerda en su libro 'Los ángeles que llevamos dentro' que los 50 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial eran menos, en relación a la población de la época, que las víctimas de contiendas anteriores. Quizá el medio ambiente sea el único ámbito en que el pesimismo esté avalado por los datos. Y aquí, advierte Marina, la confianza en que la técnica logrará parar el cambio climático es «peligrosa».

Como niños mimados

En su libro 'El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto' (ed. Marcial Pons), el historiador Rafael Núñez Florencio analiza la tendencia hispana a verlo todo negro, partiendo de la pérdida de las últimas colonias y terminando con las ilusiones frustradas al final de la Transición. Aunque su perspectiva es social y política, Núñez encuentra muy interesante el hallazgo de que el pesimismo sobre el mundo que nos rodea también puede tener un origen biológico.

A su juicio, el feminismo y el nacionalismo son dos claros ejemplos de la incapacidad humana para apreciar en su justa medida los avances de una causa. En el primer caso, recuerda, a menudo se olvida que la participación de las mujeres ha alcanzado su mayor cota histórica. «No niego que aún haya problemas, pero conforme más se avanza, más susceptibles somos a las pequeñas diferencias», observa. En el segundo, los independentistas ven «intolerable» la «opresión» del Estado precisamente cuando mayor autogobierno disfrutan. «Nuestro comportamiento ciudadano se asemeja al del niño mimado que se queja más cuanto más obtiene», reflexiona.

El filósofo recuerda, por su parte, que las sociedades pasan por momentos de euforia y de depresión: «El siglo XIX creyó en el progreso indefinido. El XX, escaldado por las grandes guerras, ha sido crítico y pesimista».

-¿Qué pasará en el XXI?

- Me considero un 'optimista desconfiado'. Estoy terminando un largo estudio sobre la evolución de las culturas. A pesar de crisis terribles, hasta este momento ha habido un progreso ético de la sociedad. Pero nada nos asegura que esa línea vaya a continuar indefinidamente. Puede colapsar si no somos lo suficientemente inteligentes.

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