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Vista aérea de un tramo del Sahel en el que se aprecia el desierto del Sáhara, al norte, y el dique verde transcontinental, al sur.
La gran muralla verde africana

La gran muralla verde africana

Once países al sur del Sáhara plantan árboles y cultivos en una franja que cruza el continente desde el Atlántico hasta el Mar Rojo para frenar la desertificación y el hambre

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Lunes, 18 de diciembre 2017, 00:10

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Entre México y Cisjordania se cuentan al menos una decena de muros levantados por el hombre con el propósito certero de segregarse de otros hombres. Sin embargo, no todas las murallas persiguen dividir familias, pueblos o países enteros. Algunas nacen incluso con vocación cohesionadora y revitalizadora. Es el caso de la que se construye en el norte del continente negro, a lo largo de una franja de casi 8.000 kilómetros que lo secciona de Oeste a Este, desde el Océano Atlántico hasta el Mar Rojo, un proyecto colosal que ha aliado a once países contra una amenaza común: la desertificación.

Contrariamente a lo que pueda parecer, no se trata de defenderse del Sáhara. El desierto no avanza; la que lo hace, y de manera implacable, es la erosión. El Sahel, esa zona de transición entre el océano de arena más vasto del mundo y la sabana sudanesa, en donde viven 232 millones de personas -la mayor parte de ellas, en la extrema pobreza-, arrastra un proceso de degradación ecológica, derivado del cultivo y el pastoreo excesivos, la deforestación y sequías prolongadas, que ha arrebatado a su suelo buena parte de su capacidad productiva. Y, en África, como en cualquier otra parte del mundo, una tierra estéril es sinónimo de hambruna, de conflicto y de éxodo masivo.

Los expertos estiman que en el Sahel, que soporta una única estación seca y tórrida durante todo el año hasta el verano, cuando se esperan lluvias monzónicas de las que depende toda la producción agrícola, la desertificación gana 1,5 millones de hectáreas nuevas cada año. Es decir, el equivalente a otros tantos campos de fútbol. Naciones Unidas calcula que 60 millones de habitantes de esa región podrían verse abocados a dejar sus hogares en cinco años por esa causa. El desolador panorama que dibuja ese ritmo de erosión, unido al cambio climático y a una de las tasas de natalidad más altas del planeta, llevó hace diez años a la Unión Africana a poner en marcha, con el apoyo del Banco Central, un ambicioso plan que bautizó como la Gran Muralla Verde del Sáhara y el Sahel.

La idea original consistía en emprender plantaciones masivas de árboles en una franja de unos quince kilómetros de ancho desde Senegal hasta Djibouti, en el Cuerno de África, y de esta manera, reverdecer los pueblos fronterizos del desierto y, al mismo tiempo, atraer más precipitaciones. Con un desarrollo lento y desigual según los países, el proyecto perdió poco a poco vigor y capacidad financiadora hasta que, en 2014, cobró una nueva dimensión con la implicación de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), a través de su programa Acción contra la Desertificación. Sus responsables rediseñaron el proyecto para que, más allá de generar un monumental dique forestal (del que dicen se ha 'plantado' el 15%), se implementara un conjunto de medidas de desarrollo rural sostenible con un doble objetivo: garantizar por un lado la alimentación de las comunidades locales y de su ganado y, por otro, reportarles la posibilidad de obtener algún ingreso económico.

Desde entonces, la FAO, en estrecha colaboración con las gentes del Sahel, ha procedido a regenerar 12.000 hectáreas de tierras de cultivo de Senegal, Nigeria, Níger, Gambia, Etiopía y Burkina Faso. Lo ha hecho a base de sembrar y plantar un variado menú vegetal, tan nutritivo como versátil, que comprende desde plantas medicinales y comestibles, hasta forraje, especies capaces de adaptarse a los rigores climáticos de la zona, como la acacia, y otras que «proporcionarán a los agricultores extras, como miel, o distintos tipos de gomas y resinas vegetales, o diferentes aceites que se utilizan en la industria cosmética», explica a este periódico Moctar Sacande, el científico especializado en plantas al mando del programa contra la desertificación de la FAO.

El desafío de regar

Parece una la bor sencilla pero la ausencia de agua -el bien más preciado también en los arrabales del Sáhara- lo convierte en un auténtico desafío. «En los últimos años las precipitaciones en el Sahel han caído a los 400 milímetros al año. Esa es la cantidad con la que contamos para hacer crecer la vegetación y sacar adelante los arbustos, las plantas y las pequeñas cosechas, lo que nos ha obligado a desarrollar una metodología que nos permita almacenar hasta la última gota de la lluvia que cae», cuenta Sacande. «La recolectamos mediante unas trincheras con forma de media luna que cavamos de forma perpendicular a las laderas del paisaje», detalla. «Cuando llueve, esas especies de terrazas bloquean las escorrentías en una suerte de represa, lo que favorece que se conserve la humedad hasta bien entrada la temporada seca, dando así una oportunidad a que prenda lo que hemos sembrado y arraigue lo suficiente como para que aguanten hasta que llegue la nueva época de lluvias».

Por ahora, el método ha dado sus frutos. Y lo ha hecho en el sentido literal. Y es que tierras dadas por estériles hasta hace unos pocos años, ya han proporcionado a sus cultivadores alegrías comestibles, en forma de pequeñas cosechas de judías. Estos resultados constatan que la degradación de la tierra «aún no es irreversible. Podemos volver a hacerla fértil de nuevo», enfatiza el comisionado de FAO, que ha comenzado a aplicar el mismo modelo en otras latitudes con problemas severos de erosión, como Haiti o Fiji. El plan para el Sahel, a lo largo de 2018, es extender esas ténicas de recuperacion a otras 18.000 hectáreas.

Mientras las Naciones Unidas se esfuerza en devolver la capacidad productiva a parte de los secarrales fronterizos del Sáhara, la Unión Africana intenta mantener vivo el plan primigenio para frenar como sea la erosión. Los resultados son dispares. Frente a algunos países que aún no han plantado el primer árbol, otros, como Senegal, se han volcado en la iniciativa. Así, la excolonia francesa, la más entusiasta con el proyecto del gran dique verde, cuenta ya con 150 kilómetros de cinturón vegetal en su territorio que ha logrado mejorar la vida de 350.000 personas.

Con la espada de Damócles de la falta de financiación sobre su cabeza, representantes de los países implicados se reúnen estos días en Abuja, la capital de Nigeria, para valorar el proyecto transcontinental, en su décimo aniversario, y diseñar la estrategia que permita culminarlo en los próximos quince o veinte años.

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