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El doctor de la katana

El doctor de la katana

Marcos Sala ha catalogado 370 sables japoneses de colecciones públicas y privadas de toda España,un monumental trabajo plasmado en su tesis

JOSÉ ANTONIO GUERRERO

Lunes, 17 de diciembre 2018, 00:56

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La calidad de la katana se probaba cortando torsos humanos. Los reos ejecutados prestaban la carne que certificaba la jerarquía del sable. Si de un certero golpe sajaba el tronco del cadáver, buena; si seccionaba dos a la vez, excelente; tres, fuera de serie. Luego, el maestro tasador agarraba el buril y cincelaba en la hoja de acero el número de cuerpos partidos por la mitad, el llamado 'informe de corte', que se inscribía en el 'nakago', la parte que se inserta en la empuñadura. La talla se recubría en oro para honrar el pedigrí de la espada, su estatus social... A medida que Marcos Sala va desgranando este proceder tan real como cinematográfico para calibrar la nobleza de la katana, uno se va imaginando la turbadora escena paso a paso, y no puede evitar acordarse de Tarantino y de las carnicerías que Uma Thurman desata en 'Kill Bill' con el afilado acero forjado por Hattori Hanzo, legendario maestro herrero y chef de sushi a tiempo parcial en un tugurio de mala muerte. «Los Hattori Hanzo, que no fue uno sino varios, eran samuráis y consejeros del 'shogun' (una especie de general principal); para nada eran forjadores, y mucho menos ninjas, como alguna vez los han pintado por ahí». Marcos Sala sabe un rato de cultura japonesa y domina, seguramente como nadie en España, el mundo de las katanas, un arma delicada, letal y honorable rodeada de estética, misterio y espiritualidad. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad Complutense, este alicantino nacido en Argentina hace 36 años acaba de defender su tesis doctoral (sobresaliente cum laude) sobre los sables japoneses, iluminando un campo de la historia del arte a menudo oculto en los museos.

En ese monumental estudio de 1.800 páginas, el joven doctor ha inventariado las katanas (con su hoja, su empuñadura y su guardamanos) de todas las colecciones públicas que hay en España, «desde Irún a las Islas Canarias», y algunas colecciones particulares, «como una fantástica en Béjar, Salamanca». En total, 370 espadas que, con la calma de un luchador de sumo, ha desmontado pieza a pieza, muchas veces enseñando a hacerlo a los propios conservadores de los museos. Salvo honrosas excepciones, la mayoría de esos pequeños tesoros de arte nipón presenta un estado deplorable. «Hay empuñaduras que se están pudriendo, hojas que amarillean, incluso colecciones que han desaparecido». Se refiere a la del Museo Militar del castillo de Montjuic, en Barcelona, cerrado en 2009. «Tenía trece katanas, que se repartieron. Llevo años intentando acceder a esas piezas y me mandan de un lado a otro como una pelota de ping-pong. Hablas con la fundación del museo y te dicen que las tienen los militares; hablas con ellos y te dicen que están en el Museo de Bellas Artes; hablas con los de Bellas Artes y te mandan al Museo Etnológico, y estos a su vez te envían de nuevo a los militares... Se van pasando la bola unos a otros. Alguien me dijo que dejara de preguntar porque esas katanas, o estaban en algún despacho, o en manos de algún anticuario. Una pena».

Las katanas más valiosas documentadas por Marcos se exhiben en la Real Armería del Palacio Real, en Madrid. Son sólo cuatro y proceden de obsequios de las distintas Casas Imperiales a nuestros reyes, concretamente a Felipe II, Felipe III, Alfonso XII y Alfonso XIII. «Hay una del siglo XIII que es una auténtica maravilla», ilustra el historiador, que si tuviera que traducir a euros su valor, superaría con creces los 60.000 euros.

«Friki» de la cultura nipona

A pesar de que los guardamanos ('tsubas', en japonés) son la parte más artística, pues eran lienzos donde los artistas joyeros desarrollaban todo su talento decorándolos con dragones, tigres, flores de loto, pétalos de cerezo..., lo más valioso de la espada siempre ha sido la hoja de acero. «Se valora por el forjado, la línea de temple, el grano de la hoja, la forma del corte, la tipología... Antiguamente, desde el punto de vista artístico, estas joyas de orfebrería se apreciaban más que un Velázquez», resalta.

Marcos está casado con Aki Nakayama, una japonesa de Yokohama a la que conoció en Madrid. Aquí se dio el 'sí quiero' en la iglesia embutido en un chaqué, y allí, en un santuario con el montsuki, el kimono de gala. Pero su afición al país del sol naciente le vino de niño, de las horas que pasaba ante el televisor en su casa de Benisa, el pueblo de Alicante de donde procede toda su familia, tragándose las reposiciones de 'Mazinger Z' (cuando se emitió por primera vez en España, 1978, él no había nacido), la serie de Canal Plus 'El guerrero samurái' y las películas de Kurosawa, especialmente la soberbia 'Los siete samuráis'.

Todo aquello le enganchó y le llevó a practicar artes marciales, de modo que aquel chaval de gafitas empezó a acumular cinturones negros y danes en kobudo de Okinawa (las armas del kárate) e iaido (la vertiente moderna del arte del desenvaine del sable). Le atraían las disciplinas desprovistas de agresividad, las defensivas antes que las competitivas. Así que se inclinó por esas katas que desarrollan el equilibrio, la flexibilidad, la coordinación, pero también el control de las emociones, la autoestima y el respeto. Quiso entonces profundizar en el alma de las artes marciales más tradicionales y recurrió a las primitivas escuelas hasta dar con el iaijutsu, la antiquísima técnica de desenvaine. Marcos pertenece a una escuela que se inició en el siglo XVI y cuyas enseñanzas se han transmitido de maestro a discípulo hasta hoy. «Soy el primer español al que se le ha permitido hacer una demostración sagrada de esta escuela en un santuario japonés el día de Año Nuevo», un honor reservado a los mejores alumnos.

Su fascinación por Japón se extiende a las costumbres del país, a la gastronomía («no soy de sushi porque no me gusta el pescado, pero me encanta el ramen, el teriyaki, y me pongo fino de arroz, que para eso soy de la Comunidad Valenciana), a la historia, al cine, al idioma... Habaki, tsuba, tsuka, kashira, hira, nakago, kogatana, shinchu iroe, kozuka, nikubori... son términos que pronuncia con toda familiaridad cuando describe alguna de las espadas que ha catalogado. «Soy muy friki de todo lo japonés, incluidos sus muñecos; la última vez que estuve por allí me traje quince godzillas, jajajaja».

También le atrae la espiritualidad que rodea a aquella cultura, la armonía con la naturaleza, la paciencia que destilan, sus rituales... Cuenta en este sentido que crear de la nada una katana puede llevar un año, sobre todo si se trata de una espada especial que se va a donar a un santuario, «pues no olvidemos que son armas de origen divino». Todos los procesos son sagrados. Antes de empezar a moldear el acero, el forjador hace un ayuno, se ducha con agua fría, se viste de blanco y reza. «Incluso hay una ceremonia para prender el fuego de la forja en la que se lanzan pétalos de flores para purificar el acto».

Marcos vive de las clases de artes marciales (enseña distintas especialidades desde hace 11 años) y de las conferencias que imparte sobre katanas, pero son empleos esporádicos, sin la estabilidad laboral que desea el investigador. De hecho, tras haber trabajado unos meses como vigilante de sala en el Museo del Prado, ahora está en paro. Estos días ofrece exhibiciones de iaijutsu en Galicia, contratado por la Embajada de Japón. Su katana, más afilada que la lengua de un político, conserva todo el espíritu combativo del samurái y el talento del doctor universitario. Y sin torsos humanos de por medio.

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