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Luna de Miel en el Amazonas sin mapas, guía, ni GPS

Luna de Miel en el Amazonas sin mapas, guía, ni GPS

El viaje de novios de Erika y Ricardo fue una aventura a ciegas en busca de tribus aisladas. Era 1968. «Un grupo de ingleses no lo contaron»

antonio corbillón

Viernes, 24 de marzo 2017, 00:46

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unca se conocieron, pero en la corta vida del aventurero y ecologista Ricardo Armbruster Blecher hay algún paralelismo con Miguel de la Quadra-Salcedo, santo y seña del viajero por antonomasia. Este último vivió junto al Amazonas entre 1961 y 1963 y el virus de la aventura no le abandonó hasta su muerte, de la que en mayo se cumplirá un año. Ricardo, un hispanoalemán de «espíritu liberal, un poco salvaje y amante de la naturaleza», hizo un recorrido similar en 1964. Llegó a la selva buscando lugares y gentes que no hubiera encontrado ningún occidental. Tribus apenas maleadas que lograron evitar durante siglos ser víctimas de bandoleros, caucheros y demás exploradores de la codicia humana.

Lo consiguió. Allí desapareció durante meses viviendo con los indios, salvando ríos en rudimentarias balsas, trampeando como cazador, vendedor de pieles o haciendo contrabando de café. No hay mosquitera que prevenga el picotazo del insecto de la aventura en personas como él. Y más cuando, de regreso a España, se casó con la horma de su zapato inquieto, la también hispanoalemana Erika Born. Era mayo del 68 y mientras en París los jóvenes trataban de levantar los adoquines del poder, la pareja, uno católico y otra luterana, lograba el permiso del todopoderoso monseñor Tarancón para hacer la primera boda mixta española y en la cima de Covadonga. Tan alto evento solo podían tener el corolario de un viaje de novios fuera de lo habitual. Un nuevo regreso al Amazonas. «No queríamos nada tradicional y, tras ofrecernos a varias revistas, nos lanzamos al mochileo por América», explica en su casa de Valladolid Erika Born.

La pareja solo pudo compartir ocho años y dos hijos: Yaukuma, que lleva el nombre del primer cacique indio que les acogió, y Thurit. En abril se cumplirán 41 años de la muerte de Ricardo mientras buceaba en Asturias. «Así se rompió aquella vida. Si no, no creo que hubiéramos parado». A sus 70 años, Erika ha decidido evitar que el tono sepia del tiempo marchite el intenso brillo de imágenes y recuerdos que rompieron moldes. Y ha editado, de forma artesanal y para sus hijos, una primera parte de los diarios de Ricardo.

En sus páginas se descubre a un pionero con mayúsculas que no conocía el miedo. A los 20 años, Ricardo empezó a bajar por el mapa de América. De barman en Jamaica a vendedor de libros en Caracas. «Las dos únicas colecciones que vendí lo hice por metros: Necesito cubrir esta pared. Tome medidas y apunte: 1,35 metros en libros vistosos». Rabioso, lo dejó. Al llegar a Colombia alumbró su primer reto. Alcanzar Leticia, su capital amazónica, por cualquier medio que no fuera un avión. «Estás loco me decían mis amigos. Por tierra y agua, y además solo, ¡nunca llegarás!». Lo fió todo a que «en la región había indios, y en ellos confiaba».

Un barbudo en la selva

Fueron semanas de vivaqueo por los ríos Orteguaza, Putumayo o Caquetá, viajando en cualquier barcaza que le evitara quedarse aislado demasiados días. Alternó como cazador para los militares. Si había hambre, «cazábamos un caimán; solo nos comíamos la cola, ya que el resto era muy gelatinoso». Fue un personaje popular que llamaba la atención de las tribus por su barba, «que me convertía en respetable». Un outsider que se saltaba a la torera la regla de explotación de los indígenas: «Nadie se introduce en una tribu que ya tiene dueño: un blanco que va a verles tres o cuatro veces al año».

No todo fueron éxitos con los aborígenes. Los campas les echaron de su poblado. «El cacique pensó que queríamos matar a sus paisanos para sacar su manteca (grasa corporal) y usarla como combustible de los aviones». Él y un camarógrafo americano fueron los primeros blancos en descender los rápidos del Huallaga, uno de los afluentes más peligrosos del Amazonas. Atado a una balsa que ellos mismos construyeron sin un solo clavo ni cuerdas, solo con lianas, se salvó de milagro.

Al final de su viaje de seis meses, alguien le preguntó:

¿No tenías miedo?

Uno está rodeado de toda clase de peligros, pero alerta. ¿Culebras venenosas?... Solo hay que mirar dónde pone uno los pies. ¿Pirañas?... Guardando calma y serenidad se puede uno bañar entre ellas. ¿El mayor peligro? Perderse.

De regreso a España, la adrenalina de aquellas aventuras encontró eco en Erika Born. En el verano de 1968 y tras su enlace, un avión militar brasileño les dejaba en un claro en la parte alta del río Xingú. Era una zona en la que los indígenas «al ver un avión, un pájaro metálico, se escondían», rememora Erika. Su primer encuentro fue con los mehinaku. Todo eran incógnitas y riesgos sobre cómo sería su reacción. Pero «a los 20 años te atreves con todo», bromea ella mientras despliega varios artículos que publicaron en revistas de la época. Compartieron mes y medio con esta tribu, que hasta les integró en sus rituales religiosos. Hoy, 50 años después, se calcula que apenas quedan unos 120 mehinakus en sus poblados.

Incluso los tikanes, sus rivales cercanos, indígenas de «piel oscura y rasgos poco agraciados», les recibieron con los brazos abiertos. Eran contactos sin referencias. Sabían que en la zona había rumores de tribus agresivas. ¿Cómo saber cuáles? Era una quiniela antropológica arriesgada. La pareja creó por intuición su propia ley. «La clave con todos era no invadir, acoplarse a su modus vivendi. No les dábamos nada ni tratábamos de cambiarles nada que no fuera su medio. Un grupo de ingleses no lo hizo así. Se los cargaron a todos. Hoy supongo que sería casi imposible encontrar una tribu que no esté maleada».

Ella no recuerda ninguna mala experiencia y destaca el respeto y la hospitalidad con que les trataban personas que nunca habían visto una cabellera como la suya, que «no dejaban de acariciar». A veces incluso se hacía pasar por embarazada, explicándose con gestos, para evitar cualquier tentación de algún grupo guerrero. «Pero todos mostraron gran respeto y me cuidaban mucho».

Ricardo y Erika llegaron a descifrar alguno de los más de cien alfabetos de estas tribus. Conocieron a los chipibos, que entablillan la cabeza de sus bebés para diferenciarlos de los monos. Al reparar en su nueva vida, se sintieron tan integrados que siempre dormían en hamacas a la intemperie. En ningún hotel habrían recibido a su particular familia: «Una boa que me ponía al cuello o en la manga, un jaguar, un mono y un tucán».

El regreso dejó en ellos tal amor por la naturaleza que fueron pioneros en los albores del ecologismo de principios de los 70. Su finca de las afueras de Valladolid fue, además de un pequeño zoológico, una referencia por la que pasaron personajes como Félix Rodríguez de la Fuente, con quien compartieron «su manada de lobos». Era lo más cercano a la selva que se podía respirar en España y la Meseta.

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