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Bombas 'muertas' que explotan ahora

Bombas 'muertas' que explotan ahora

Por primera vez en cuarenta años, y gracias a costosas labores de limpieza y concienciación, Camboya registró en 2016 menos de cien víctimas por la explosión de minas antipersona

zigor aldama

Domingo, 29 de enero 2017, 01:19

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No toques nada! ¡Y no permitas que nadie se acerque! En cuanto podamos enviarlo, un equipo se desplazará hasta donde estás». Las instrucciones de Keo Barath pueden sonar excesivamente rudas, pero el director de la Unidad 5 del Centro de Acción para las Minas de Camboya (CMAC) sabe que no puede haber malentendidos. Un campesino ha encontrado un proyectil no detonado en su terreno y ha llamado al centro de Battambang siguiendo el protocolo que hace meses le explicó un equipo de sensibilización para hacer frente a estos casos. Cualquier error podría provocar la muerte o el desmembramiento de alguna persona.

Poco después de su llamada, un equipo de Limpieza de Zona de Batalla (BAV) se pone en marcha. El todoterreno en el que viajan cuatro especialistas acelera a pesar de los baches de la carretera. «Hay que evitar que alguien decida tocar el explosivo por curiosidad o para hacer negocio con él como chatarra», explica Barath en referencia a la multitud de pequeñas empresas que se dedican a retirar ilegalmente la carga de las bombas que quedaron sin estallar tras los diferentes conflictos que plagaron el sudeste asiático durante la segunda mitad del siglo XX.

Sobre todo, son dos los que han provocado una tragedia que no cesa: la guerra civil que suscitaron los Jémeres Rojos en Camboya, finalizada en falso en 1979 tras un genocidio que dejó el país plagado de minas antipersona, y la Guerra de Vietnam (1954 - 1975), en la que Estados Unidos asoló Laos con dos millones de toneladas de bombas, equivalentes a 833 kilos de explosivos por cada habitante. Dependiendo del tipo de artefacto, entre el 15% y el 30% no llegaron a explotar y aguardan ahora a que algún niño juguetón o algún campesino despistado cometan un error. Así, más de 12.000 personas han muerto en Laos desde 1975, y unas 40.000 más han sufrido la amputación de alguna extremidad en Camboya, el país con mayor porcentaje de tullidos del mundo.

Afortunadamente, el ingente esfuerzo para limpiar el territorio realizado por estos países en colaboración con diversas organizaciones internacionales está dando sus frutos. El año pasado, por primera vez desde 1979, en el reino jémer se registraron menos de un centenar de víctimas muertos y heridos por culpa de los explosivos no detonados. Si se tiene en cuenta que dos décadas antes esa cifra alcanzó las 4.200, es evidente que se trata de un salto de gigante. «Es una magnífica noticia y un avance importante para el pueblo camboyano», apuntó la semana pasada Heng Rathana, director de CMAC.

Hará falta un siglo

Rathana explica que las claves del éxito son tres: la limpieza que se ha llevado a cabo en las zonas con mayor actividad humana, los programas de sensibilización que han extendido el conocimiento de los riesgos existentes a través de charlas y de la inclusión de cursos al respecto como asignatura obligatoria en la educación primaria, y la persecución de quienes venden los artefactos como chatarra. No obstante, tanto CMAC como UXO Lao, la agencia laosiana para la descontaminación de artefactos explosivos, advierten de que el peligro no se ha eliminado.

En Camboya, por ejemplo, se han limpiado 1.500 kilómetros cuadrados de tierra, pero aún quedan otros 1.950 considerados peligrosos. En Laos la situación es todavía peor. Desde 1996 los equipos antiexplosivos apenas han batido el 1% del territorio. Así, al ritmo actual, acabar el trabajo llevará casi un siglo. Para entonces la mayoría de las bombas serán ya inofensivas. «Parece un tópico, pero es cierto que colocar minas o lanzar bombas es fácil y barato, mientras que eliminarlas resulta costoso, lento y muy peligroso», explica Edwin Faigmane, asesor técnico de UXO Lao.

El equipo de Barath lo sabe bien. Desde 1992, 500 compañeros han muerto o han resultado heridos durante las operaciones para desactivar los explosivos. Por eso, Sozhana se toma muy en serio su trabajo. Está a punto de enfrentarse a un viejo proyectil de mortero de 60 milímetros escondido entre la maleza. Del barro apenas sale la parte trasera. Puede que ni siquiera tenga capacidad para explotar, pero también podría despedazar a la joven artificiera. Así que un compañero le ayuda a embutirse en un pesado chaleco antibombas que complementa un visor de un plástico especial, y el resto del equipo se retira hasta una distancia prudencial mientras Sozhana se acerca al proyectil para desenterrarlo.

Después de unos minutos de tensión, reaparece entre la densa vegetación con una sonrisa. «Ya puede retirarlo el equipo responsable de destruirlo», comenta. Dos días después, la bomba volará por los aires junto a un montón de minas antipersona. «Son las más temidas y las que más atención reciben en la prensa, pero actualmente las minas antitanque resultan mucho más peligrosas», apunta Barath. Sucede que, con el desarrollo económico, cada vez más agricultores adoptan tractores para labrar la tierra. Sustituyen a los tradicionales búfalos y son más rápidos y eficaces. «Pero también pesan más y pueden hacer estallar esas minas que, de otra forma, pasarían desapercibidas».

Imprudencias trágicas

Barath muestra un ejemplo con crudas imágenes que revuelven el estómago. Son los restos de una familia que viajaba en un tractor después de una jornada de trabajo. «Se habían desviado del camino marcado como seguro para llegar antes, y pasaron por encima de una mina», explica el especialista. A una de las niñas que iban en el remolque la encontraron en la copa de un árbol, y restos de los padres se esparcieron en 100 metros a la redonda. «A veces, la población no es consciente del peligro que corre, y cuando se salta las recomendaciones sucede una tragedia», sentencia Barath. «La mayoría de los accidentes se podrían prevenir».

Teng Kanha es buen jemplo de que Barath tiene razón. Hace 10 años que el padre de esta adolescente de la provincia camboyana de Stung Treng llegó a casa con un obús de 125 milímetros de la Guerra de Vietnam. Como muchos otros, decidió retirar el explosivo para utilizarlo en la pesca. Desafortunadamente, golpeó donde no debía con el martillo y la carga estalló. Él murió en el acto, y Kanha, que jugaba cerca, perdió la pierna derecha. «Desafortunadamente, hay ocasiones en las que es muy difícil evitar los accidentes, sobre todo cuando son niños quienes los provocan», reconoce Barath.

El problema está, sobre todo, en las bombas de racimo que Estados Unidos lanzó sobre Laos y Camboya. En total, 80 millones de las submuniciones que contenían, cuya apariencia es muy similar a la de una pelota de tenis, no estallaron. «A muchos niños les puede la curiosidad y deciden jugar con ella a pesar de que se les ha dicho que no lo hagan», apunta Thipasone Soukhathammavong, director general de UXO Lao. Ny Thnout conoce las consecuencias de hacerlo. Con 10 años perdió un brazo, y ahora pasará el resto de su vida con una prótesis de goma que únicamente tiene función estética. «Casos como estos demuestran que no podemos dejar de trabajar a pesar de que cada vez contamos con menos presupuesto», apostilla Soukhathammavong.

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