"Messi puede ser más grande pero lo que yo hice no lo va a hacer nadie más"
Maradona tardó 30 años en ver los partidos del Mundial de México de 1986, donde metió los dos goles de su vida
fernando miñana
Viernes, 10 de junio 2016, 01:40
Cuando el eslalon más famoso de la historia del fútbol ya estaba abocado al gol, después de haber dejado varados y con la cintura rota ... a media docena de ingleses, el narrador del Argentina-Inglaterra en México86, el inconfundible Víctor Hugo Morales, dejó de describir la jugada y comenzó a gritar «¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta!». Maradona había culminado el gol más increíble que se recuerda en la historia del fútbol y mientras se sucedían las repeticiones, con toda Argentina dando saltos, el periodista, extasiado, exclamó: «Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?».
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A Maradona le han puesto ese gol mil veces, pero nunca, en treinta años, había contemplado, hasta hace unos meses, ni ese partido ni los otros seis de aquel campeonato que le coronó como uno de los más grandes futbolistas de todos los tiempos. Aquel repaso le inspiró un libro México 86. Mi Mundial. Mi verdad que descorcha con una frase que pronunció la última Navidad: «Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que sabe cuánto pesa la Copa del Mundo».
La narración de el Pelusa empieza unos meses antes, cuando nadie apostaba por ellos y los críticos eran legión. Arranca el día que un representante del Gobierno de Raúl Alfonsín le llama a Nápoles allí eran las once de la noche para decirle que iban a tirar a Carlos Salvador Bilardo. El jugador, airado, contestó que si echaban al seleccionador echaban a los dos y colgó.
Principio y fin
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Se quedó fuera del último corte del Mundial del 78
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César Luis Menotti dejó a Maradona fuera de la selección para el Mundial de Argentina. Tenía 17 años, se marchó de la concentración y, desconsolado, se quedó llorando debajo de un árbol. Luego estuvo en el Monumental viendo la final contra Holanda y salió con la furgoneta de su suegro a festejarlo.
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Su despedida, de la mano de una enfermera
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Su último partido fue en el Mundial de Estados Unidos. Una enfermera llamada Sue Carpenter entró en el Foxboro de Boston para llevárselo al control antidopaje que arruinó su carrera. Maradona se marchó haciendo bromas, pero dio positivo. No pensaba que era su despedida. «Me cortaron las piernas», protestó.
Argentina, en aquel momento, se dividía entre los partidarios del Flaco Menotti, el técnico que encumbró a la selección en el Mundial del 78, y los de Bilardo, su antagonista. Maradona era menottista, pero se jugó la cara por su entrenador. «En cambio él me traicionó a mí años después», se lamenta ahora. «La selección ganó por los jugadores, no por Bilardo, pero también es cierto que vino a buscarme cuando nadie más pensaba en mí. Nadie».
Bilardo también le pidió que fuera el capitán. Aquello le llegó al alma y, aunque en 1986 los extranjeros que jugaban en Italia no podían dejar la competición para irse con sus selecciones, Maradona desafió al Calcio y voló tres veces a Argentina en quince días para cumplir con el Nápoles, pero también con la albiceleste.
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El 10 desbancó como líder de Argentina a Passarella, toda una leyenda viva. La rivalidad derivó en un agrio pulso. El veterano futbolista acusó a Maradona, que entonces tenía 25 años, de meter al equipo en la droga, pero el Pibe de oro lo deshonró con dos informaciones: que en la Fiorentina se escapaba a Mónaco para acostarse con la mujer de un compañero de vestuario y luego alardear de ello, y que ganaba dos millones de dólares pero hacía poner al grupo 2.000 dólares para pagar sus llamadas internacionales. Ahí se acabó el debate y todos se alinearon con Maradona.
El equipo se concentró en las instalaciones del América, en Ciudad de México. No creían lo que veían. Las habitaciones, muy austeras, no estaban ni acabadas. «Era un burdel. Faltaban las putas nomás», recuerda. Tenían un teléfono público para compartir y una televisión en el comedor. Eran todos sus lujos.
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El grupo estuvo en aquel lugar del 5 de mayo al 29 de junio, el día que salieron campeones del estadio Azteca. La prima por el título da risa: 29.000 euros. Pero pronto se acomodaron: colgaron los pósters de la actriz Valeria Lynch, Maradona se llevó a su padre para que les hiciera un asado todas las semanas, colocaron a buen recaudo a la Virgen de Luján y se engancharon a las cábalas, un ritual que calcaban cada partido.
Las supercherías
Por la mañana visitaban un centro comercial y luego se sentaban en el asiento que tenían reservado en el autobús, que iba siempre escoltado por los mismos dos motoristas. Tenían que tardar lo mismo en llegar al estadio. Y si para eso había que parar en el arcén, se paraba. Maradona jugó todos los partidos con las mismas botas, unas Puma King, y al terminar se iban a cenar al restaurante Mi Viejo. El plantel escuchaba un día tras otro las mismas tres canciones: Eclipse total del corazón, de Bonnie Tayler; Gigante chiquito, de Sergio Denis; y la más conocida de la banda sonora de Rocky. «Si no salías a comerte a los rivales con esa música, más la rabia, la furia y las ganas que teníamos todos, no existías. No podías formar parte de ese plantel».
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Maradona fue capaz de olvidarse de sus adicciones durante semanas. «Jugué limpio. A mí la droga me hizo peor jugador, no mejor. ¿Sabés qué jugador hubiera sido yo si no hubiera tomado droga?Habría sido por muchos, muchos años ese de México. Fue el momento de mayor felicidad adentro de una cancha».
El Pelusa fue el jefe desde el primer día. En el triunfo ante «los karatekas» coreanos, en el empate ante sus compañeros del Calcio o en ese nuevo triunfo en la liguilla ante una Bulgaria a la que asustaron, a grito pelado, saliendo de los vestuarios. También en el primer cruce, ante Uruguay, donde cree que jugó su mejor partido de todo el campeonato. Y en los cuartos de final ante Inglaterra. El partido que estimuló a El Gráfico a titular en portada No llores por mí Inglaterra.
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El choque llegó con el recuerdo de la guerra de las Malvinas y dejó para siempre dos tantos inolvidables. En el primero se adelantó al portero Peter Shilton para rematar pícaramente con la mano. El árbitro, el tunecino Bennaceur, se tragó el engaño que luego el astro disimuló diciendo que había sido la mano de Dios. Años después, el colegiado recibió a Maradona con una túnica gris y le aseguró que no le guardaba rencor. Ahora, el futbolista tiene en el gimnasio de su casa en Dubai una foto del gol y al lado otra, dedicada por Bennaceur, posando con el árbitro.
En el minuto 55 llegó el segundo tanto. El gol. El Negro Enrique le dio el balón y entonces Maradona emprendió una carrera prodigiosa, donde cambió varias veces las piernas de Carl Lewis por las de Nureyev, 37 zancadas hacia el arco con solo once toques de balón y seis rivales burlados hasta empujar el cuero a la red. El delantero inglés Gary Lineker admitió que fue la primera y única vez que tuvo ganas de aplaudir un gol del rival.
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Maradona no conoce la modestia cuando habla de esa obra de arte. Reconoce que hay goles mejores, pero ninguno tan simbólico. «Acá pueden venir los Messi, los Tévez, los Riquelme y hacer diez goles cada uno. Mejores que ese. Pero nosotros fuimos a jugar un partido contra los ingleses después de una guerra, después de una guerra que todavía estaba muy fresca y en la que los chicos argentinos de 17 años habían ido a pelear con zapatillas Flecha, a tirarle con balines a los ingleses. Y eso no se compara con nada. (...) Messi puede ser más grande que yo, puede serlo, cómo no. Ahora, yo le hice dos goles a Inglaterra que le valieron a los cicos caídos en Malvinas y a los familiares. Les di un respiro, les di un consuelo, y eso no lo va a poder hacer nadie más. Nadie más».
Menos trascendente fue el Negro Enrique, quien, en las duchas, en medio del festejo, bromeó: «¡Pará! Todos le felicitan a él, pero el pase se lo di yo. ¡Lo dejé solo!».
A Argentina ya no había quien la detuviera. En semifinales vencieron 2-0 a Bélgica y su seleccionador, Guy Thys, declaró: «Si nosotros tenemos a Maradona, ganamos 2-0». La final fue contra Alemania. Diego dormía como un bendito, pero la víspera le costó. No marcó, pero tiró del equipo para liderar la remontada (3-2). Esa misma noche volaron a Buenos Aires. Los dirigentes, en primera; los jugadores, en clase turista entre otros pasajeros. Del aeropuerto fueron directos a la plaza de Mayo y se sintió como Perón saludando a las masas desde el balcón de la Casa Rosada. Luego partió hacia Villa Devoto, a su casa, donde hubo gente que permaneció días y noches esperando para saludarlo, abrazarlo, besarlo... «Hablo de ese Mundial y se me ilumina la cara. Y se me va a seguir iluminando hasta el día que me muera».
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