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Viaje a la ciudad muerta

Viaje a la ciudad muerta

Se cumplen treinta años del desastre de Chernóbil, que vació Prípiat de sus casi 50.000 habitantes. «El silencio allí es atronador», describe un turista español que ha visitado la zona de exclusión

carlos benito

Martes, 26 de abril 2016, 01:32

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La ciudad de Prípiat nunca contó con muchas papeletas para atraer al turismo internacional. Fundada en 1970 para albergar a los trabajadores de la cercana central nuclear, tenía el discutible encanto de la estética soviética en su vertiente más ambiciosa: el gigantismo con varios carriles de la Avenida Lenin, las líneas austeras de los bloques de apartamentos y la aparatosidad de unos cuantos monumentos alegóricos, cuyo efecto se completaba con una provisión inagotable de carteles y murales de propaganda. En cambio, los residentes estaban encantados, porque Prípiat, una comunidad pujante repleta de jóvenes y niños, era lo más parecido a un paraíso burgués que se podía concebir dentro del rigor socialista: se habían construido viviendas más espaciosas de lo habitual y, además, disponía de lujos como garajes, parterres de rosas, una discoteca o una playa fluvial. Establecerse allí equivalía a subir automáticamente de estatus.

Hoy, en Prípiat hay turistas y no residentes. Este martes se cumplirán treinta años de la catástrofe de Chernóbil: el 26 de abril de 1986, a la una y veintitrés minutos de la madrugada, el reactor número cuatro de la central reventó y exhaló su aliento radiactivo sobre toda Europa. Sus efectos llegaron hasta el extremo noroccidental de Irlanda, pero la peor parte, inevitablemente, correspondió a la ciudad más próxima y a los humildes pueblecitos que salpicaban la comarca. Treinta y seis horas después del desastre, se inició la evacuación de Prípiat: los casi 50.000 habitantes tardaron solo cuatro horas en abandonar sus casas, a bordo de una flota de 1.200 autobuses. Tal como les ordenaron, solo se llevaron lo necesario para tres días, convencidos de que no tardarían en regresar a sus hogares, pero en realidad se habían marchado para siempre. Prípiat se convirtió en una ciudad muerta, un paisaje postapocalíptico en el que la vida parecía haberse interrumpido de repente. Y, en una gigantesca paradoja, su potencial turístico se disparó.

La ciudad, que actualmente forma parte de Ucrania, está dentro de la zona de exclusión, la circunferencia de 30 kilómetros de radio que abarca las tierras más contaminadas. En el interior de ese perímetro solo residen un par de centenares de personas, los samosely, ancianos que han decidido saltarse la prohibición y volver a sus aldeas. Allí dentro también se trabaja, y a buen ritmo: unas tres mil personas están construyendo el nuevo contenedor para el reactor, una portentosa pieza de ingeniería que relevará al sarcófago levantado por los soviéticos. Pero, más allá de eso, la única actividad económica en esta zona vedada es el turismo. Al principio, quienes se aventuraban a entrar lo hacían de manera clandestina: los primeros fueron sobre todo ladrones, dedicados a saquear aquellos apartamentos donde la vida parecía en suspenso, y después empezaron a colarse los simples curiosos, que incluso se quedaban a dormir en los hogares mejor conservados. Con el tiempo, en vista de que los dosímetros mostraban valores tolerables, la Autoridad de la Zona de Exclusión acabó permitiendo las rutas guiadas, a través de concesiones a diversas empresas.

¿Qué buscan los turistas en el escenario de aquel drama terrible? «Cosas muy variadas. Para unos, lo importante es la exploración urbana de recintos abandonados, mientras que a otros les interesa más la naturaleza dentro de la zona, o simplemente la posibilidad de visualizar de manera vívida los últimos momentos de los habitantes de Prípiat antes de irse. Los rastreadores de misterios conviven con los fotógrafos que persiguen la imagen perfecta», explica a este periódico Yuri Kovalchyk, portavoz de la firma Ukrainianweb.com, que funciona desde 1999. Las visitas a la zona de exclusión, que han de pasar por los puestos de control, están sujetas a una normativa estricta: solo se admite a mayores de 18 años, que deben llevar cubiertos los brazos y las piernas. Están prohibidas las chanclas y las sandalias, fumar y comer al aire libre, tocar objetos, depositar el equipo fotográfico en el suelo y, por supuesto, llevarse recuerdos. Algunas empresas insisten particularmente en el trasfondo dramático de este paisaje fascinante: Chornobyl Tours, por ejemplo, pide a los turistas «que recuerden el sufrimiento», que no arrojen «ningún resto del siglo XXI» y que no se les ocurra «hacer inscripciones como mis colegas y yo estuvimos aquí». Su fundador, Sergii Mirnyi, que participó en la descontaminación de 1986, considera que su tarea consiste ahora en «descontaminar los cerebros de mitos e ideas equivocadas».

La piscina del videojuego

Las rutas se acercan a escasa distancia de la central nuclear, atraviesan esos bosques donde proliferan ahora los ciervos y los lobos y, sobre todo, recorren los entornos urbanos más simbólicos del desastre: el parque de atracciones que debería haberse inaugurado cinco días después, con ocasión de la fiesta del primero de mayo; el colegio, con sus mapas soviéticos y sus máscaras antigás de talla infantil, preparadas para hipotéticos ataques estadounidenses; la piscina cubierta, la guardería, el hospital, el hotel... Y también las calles tomadas por árboles colosales, que son ahora los seres vivos que dominan la ciudad. «Yo pude entrar en una vivienda y me llamó mucho la atención toparme con un piano. Mucha gente fue a robar, pero se ve que las cosas tan grandes no pudieron llevárselas. Los paisajes son desoladores, pero lo que más me impresionó fue el silencio, esa sensación de estar en una ciudad y no oír nada. Cuando recorres aquellos escenarios, te acuerdas de los bomberos y de los liquidadores que tenían que subir al reactor para echar un par de paladas de grafito y salir de allí», evoca Unai Guevara, un soldador vizcaíno, de Trapagaran, que visitó la zona de exclusión hace dos años. Le movió el interés por los entornos abandonados, la afición por la fotografía y la casualidad: jugando al Call Of Duty, se vio en la icónica piscina de Prípiat, y de aquella imagen en la pantalla surgió un interés profundo y duradero por Chernóbil. «He visto todos los documentales», apunta.

Más datos

  • Los muertos

  • Los expertos de Naciones Unidas cifraron las muertes provocadas directamente por el siniestro en 49, pero se estima que habrá un total de 4.000 fallecimientos prematuros causados por la radiación, la mayoría por el incremento en la incidencia del cáncer.

  • La ciudad nueva

  • A los seis meses de la tragedia, las autoridades soviéticas anunciaron la construcción de una nueva ciudad, Slavútich, a 45 kilómetros de Prípiat y 50 de la central. «Si Prípiat representa destrucción, derrota, una ciudad perdida, una ciudad muerta, Slavútich es la resurrección», dijo su primer alcalde. Allí viven 25.000 ciudadanos muchos son evacuados de Prípiat y personas que trabajan en la construcción del nuevo contenedor de la central, unida a la ciudad por una línea de tren.

«Yo tenía unos 10 años cuando ocurrió el accidente y me acuerdo del mapa con la nube que cubría Europa», evoca Mariano Rico, de Alicante, también apasionado de la fotografía y de la exploración urbana. Cuando cerró Canal 9, donde trabajaba de técnico de telecomunicaciones, se vio con tiempo y dinero para viajar a Chernóbil. «El silencio en Prípiat es atronador, exagerado describe. También s increíble cómo reclama la naturaleza su territorio. Ves las fotos de antes del accidente, aquellas avenidas de dos y tres carriles, y no las reconoces en los senderos estrechísimos por los que tienes que pasar apartando ramas. Y me impactó cómo honran a los fallecidos, lo presentes que tienen a sus héroes». La memoria y las fotografías de Mariano preservan estampas como el cementerio de robots pequeños bulldozers por control remoto, inutilizados por la radiación, las libretas infantiles del colegio o la manada de caballos de Przewalski a la que sorprendieron por el camino.

Todas las empresas que llevan turistas a la zona de exclusión repiten, como un mantra tranquilizador, que la radiación que se acumula a lo largo de la excursión de un día es menor que la recibida en un vuelo trasatlántico. En opinión de Yuri Kovalchyk, la fuerza invisible que afecta a los visitantes es de otro tipo, benéfica y no dañina: «Muchos se conmueven e incluso se quedan devastados ante la magnitud de la tragedia explica, y no faltan los que se dan cuenta aquí de que necesitan hacer algo para convertir el mundo en lugar mejor».

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