Un cordón de la Policía húngara vigila el avance de un padre y su hija hacia un autobús, en Roszke. ::

¿Son tan malos los húngaros?

El país centroeuropeo está mostrando, en la crisis de los refugiados, un rostro poco compasivo que refleja la xenofobia de sus líderes

carlos benito

Viernes, 18 de septiembre 2015, 01:02

Muchos húngaros se están acordando estos días del 27 de junio de 1989, el día que su país recibió el aplauso internacional gracias a una ... valla. En aquella fecha, el ministro de Asuntos Exteriores y su homólogo austriaco convocaron a la prensa y, provistos de sendas cizallas, cortaron la alambrada que recorría su frontera compartida: el objetivo era abrir un corredor para que los ciudadanos de la RDA pudiesen alcanzar Alemania Occidental, en lo que Helmut Kohl describiría como «la primera piedra que se retiró del Muro». En cuestión de semanas, decenas de miles de personas habían aprovechado esa nueva ruta hacia la libertad.

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Personajes

  • Su propia díasporta

  • Se da la circunstancia de que Hungría fue, en los momentos más convulsos del siglo XX, un país emisor de refugiados. Ocurrió con el nazismo y, sobre todo, con la invasión soviética que aplastó la Revolución de 1956 entonces se marcharon del país unas 200.000 personas. He aquí algunas figuras populares vinculadas a la diáspora húngara.

  • Adrien Brody

  • Su madre, la fotógrafa Sylvia Plachy, tenía 13 años cuando su familia abandonó Hungría, tras la Revolución de 1956.

  • Zsa Zsa Gabor

  • La actriz nació en Budapest en 1917. Su madre, judía, tuvo que huir de la ocupación nazi.

  • Gene Simmons

  • El bajista de Kiss, nacido en Israel, es hijo de judíos húngaros. Su madre sobrevivió a un campo de concentración.

  • Nicolas Sarkozy

  • Es hijo de un aristócrata húngaro, Pál Sárközy, que dejó el país tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero corren otros tiempos y toca hablar de otras vallas. El lunes por la noche se cerró la que ha instalado el Gobierno húngaro en la frontera con Serbia: dieciséis extranjeros sorprendidos cuando cruzaban este obstáculo fueron detenidos y pueden ser condenados a cinco años de cárcel, aunque la sentencia solo se aplicará si vuelven a intentarlo. La ley que contempla esta pena también acaba de estrenarse, ya que forma parte del conjunto de medidas severas que han entrado en vigor esta misma semana, con el propósito de iniciar «una nueva era», más rigurosa aún, en la crisis de los refugiados. El Gobierno anunció ayer que pretende prolongar la alambrada para cubrir parte de la frontera con Rumanía y, mientras tanto, prosigue la construcción de la segunda protección, una barrera de cuatro metros de altura que ha causado el estupor de los serbios.

Las alambradas un mecanismo para contener la inmigración del que algo sabemos en España son solo una manifestación más de la hosca actitud de Hungría ante los miles de refugiados en ruta hacia Alemania. En las últimas semanas, el país ha aparecido ante la comunidad internacional como un portero antipático, desdeñoso y a veces brutal, que guarda con celo excesivo la entrada a Europa: las formas, desde luego, no son lo suyo, con gestos como el de prohibir a los refugiados que esperen en las estaciones de tren, para evitar «el riesgo de infección», o el de enviar a policías con mascarilla a arrojar la comida a los extranjeros. A esta mala imagen se suma la contribución de ciudadanos particulares como Petra László, la periodista cancerbera que interceptó a los recién llegados con zancadillas y patadas. Ya antes del verano, el Consejo de Europa había censurado la rampante xenofobia húngara, y Javier Solana declaró ayer mismo en RNE que el país «tiene que cambiar su política respecto a los refugiados o salir de la UE».

En Hungría viven pocos extranjeros el año pasado, suponían solo el 1,4% de la población y las reticencias de muchos ciudadanos hacia ellos son bien conocidas. El instituto demoscópico Tárki indaga todos los años en esos sentimientos: según la encuesta del pasado abril, el 45% de la población rechaza de manera categórica que se admita a ningún inmigrante. La proporción se dispara en el caso de árabes, africanos, chinos o incluso de los vecinos rumanos, pero también una etnia imaginaria incluida en los sondeos algo así como los piresianos fue repudiada por la mayoría. «Para un extranjero, resulta muy difícil sentirse aceptado en Hungría. La tendencia general es tolerarlos mientras se ajusten a categorías predeterminadas: los chinos regentan pequeños negocios familiares, los turcos hacen buena comida, los alemanes son trabajadores... Si te sales de esas categorías, no encajas y sigues siendo un outsider. Y en esa extranjería se incluye la homosexualidad, ser judío o ser gitano», explica a este periódico Umut Korkut, profesor de la Caledonian University de Glasgow que este año ha publicado el libro Los retos de la liberalización en Hungría. Korkut, nacido en Turquía y residente durante años en el país centroeuropeo, sabe de lo que habla.

Hungría no fue siempre así. En el documento más antiguo que se conserva en el país, el rey Esteban I emplazaba a su hijo a mostrarse acogedor con los extranjeros: «Un país donde solo imperan una lengua y una tradición es débil», argumentaba el monarca, canonizado poco después de su muerte. Hasta 1920, Hungría fue un estado plurilingüe en el que solo la mitad de la población hablaba el idioma magiar, pero ese año se produjo la gran humillación, fuente de un resentimiento que aún dura: el Tratado de Trianon privó al país de más de dos tercios de su territorio. «Los húngaros se sintieron engañados resume Korkut. Hay una máquina de propaganda que mantiene activa aquella tragedia y hace que los húngaros se crean en peligro. El partido de extrema derecha Jobbik y los conservadores de Fidesz han contextualizado la crisis económica de 2008 en este miedo a perder la independencia y la integridad, que hace de cualquier extranjero una amenaza».

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«Rodeado de negros»

Viktor Orbán, el primer ministro del país, es un experto en avivar los prejuicios hacia los inmigrantes, como un fogonero eficiente que alimenta la caldera del recelo y el temor. Orbán, a quien apodan Viktátor por su propensión al autoritarismo, es el líder ferozmente nacionalista y populista de Fidesz, pero ha radicalizado todavía más su postura al ver cómo los ultraderechistas de Jobbik le van comiendo terreno. El primer ministro suele hablar de «mantener una Hungría húngara» y «mantener una Europa cristiana», y opina que los planes de la UE para repartir cuotas de refugiados «son absurdos y bordean la locura», aunque algunos de sus compañeros de partido le ganan en aptitudes para la insidia: ahí está ese veterano parlamentario de Fidesz que preguntó en público cómo se sentirían unos padres si su hijo «se ve rodeado de seis negros africanos que hacen gestos amenazadores».

«Yo siempre he sospechado que Orbán es racista, pero estaba bastante sola en esa idea. Ahora bien, con sus afirmaciones sobre los refugiados estoy totalmente segura de que lo es: no se trata de una simple fachada», responde Eva Balogh, exprofesora de Yale que forma parte del enorme colectivo de refugiados que abandonaron Hungría tras la fallida Revolución de 1956. En su blog, Hungarian Spectrum, Balogh lleva cuenta de las numerosas iniciativas xenófobas del actual Gobierno húngaro, que han suscitado repulsa en el resto de Europa. El Ejecutivo, por ejemplo, puso en marcha una consulta a los ciudadanos para conocer su postura frente a la inmigración. Remitió ocho millones de cuestionarios, cuyas doce preguntas eran decididamente ajenas a toda pretensión de neutralidad: ya las tres primeras vinculaban terrorismo e inmigración. Otra ocurrencia de Orbán, siempre inmune a la controversia, fue colocar grandes paneles publicitarios con mensajes que en teoría estaban dirigidos a los inmigrantes. Estaban escritos en húngaro, una lengua particularmente indescifrable para los extranjeros, así que parece obvio que su auténtico destinatario era la población local: Si vienes a Hungría, no puedes quedarte con los empleos de los húngaros, rezaba uno de los tres modelos de cartel.

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Pero en la sociedad magiar también se pueden detectar síntomas alentadores, que permiten contemplar la posibilidad de que, tal vez, el alarmismo despiadado del obierno esté resultando contraproducente para sus intereses. El instituto Tárki repitió su encuesta de manera extraordinaria en julio, para comprobar cómo estaban influyendo las campañas oficiales, y descubrió que la proporción de ciudadanos opuestos a toda inmigración había bajado desde el 45% de tres meses antes hasta el 39%. Las historias de miedo de Orbán y los suyos han obtenido respuestas inesperadas: las vallas de propaganda, por ejemplo, fueron vandalizadas en un tiempo récord, y se puso en marcha una campaña para instalar carteles en inglés con mensajes como Bienvenidos a Hungría o Perdón por nuestro primer ministro. MigSzol, una ONG que trabaja con extranjeros en Budapest, promovió una vistosa protesta contra los cuestionarios: hicieron barquitos de papel con ellos y los pusieron a flotar en el Danubio.

«Un montón de húngaros se han organizado en estos últimos meses para apoyar a las personas que buscan asilo relata, desde la sede de esta organización, Camille Tournebize. Es un movimiento realmente grande. Llevamos tres años trabajando en este campo y es la primera vez que vemos a tanta gente deseando ayudar. Esto evidencia la oposición de buena parte de la sociedad civil a las políticas de Orbán contra la inmigración». En MigSzol se muestran convencidos de que, pese a sus líderes, «los húngaros no son especialmente xenófobos».

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