Las vidas negras importan
El Foco ·
La presidencia de Obama constató la mentira de la superación racial en EE UU y confirmó el fracaso de la democracia de transformar las bases sobre las cuales se asienta la injusticiaEdurne Portela
Domingo, 7 de junio 2020, 01:28
Cuando Barack Obama fue elegido presidente en 2008 se dijo que por fin entrábamos en una era post-racial, que el problema del racismo estaba ... superado porque si no, ¿cómo había llegado un negro a dirigir el país más poderoso del mundo? La simplicidad del argumento era obvia y, como pasa siempre con la solución fácil a problemas complejos, escondía una intencionalidad política perversa. Declarar que el racismo ya no tenía lugar en Estados Unidos suponía invisibilizar el fundamento esencial de su sistema de poder: sostenerse sobre las espaldas de su población más desposeída y más oprimida y mantenerlos en esa inferioridad, al mismo tiempo que se permitía cierta movilidad para seguir nutriendo la falacia del sueño americano: si quieres, puedes. La presidencia de Barack Obama constató la mentira de la superación racial y, lo que es mucho peor, confirmó el fracaso de la democracia para transformar las bases sobre las cuales se asienta la injusticia en el país. Los cientos de miles de afroamericanos y latinos que por primera vez salieron a votar y encumbraron a Barack Obama se desmovilizaron, perdieron la esperanza y la fe en que alguien poderoso quisiera representarlos y luchar por sus derechos.
Muchos han vuelto a salir a la calle estos días, no para votar sino para demostrar su rabia porque es lo único que les queda. Lo explicó muy bien el filósofo y activista afroamericano Cornel West la semana pasada en una entrevista en la CNN: el sistema no se puede renovar a sí mismo y el acomodaticio Obama es la prueba. De hecho, el movimiento 'Black Lives Matter' (las vidas negras importan) comenzó durante su presidencia, en 2014 cuando en Ferguson, Misuri, el joven de 18 años Michael Brown fue abatido a tiros por un policía. La diferencia entonces fue la repulsa pública de Obama, más bien tibia, frente a la actual respuesta racista y dictatorial, incitadora a la violencia de Trump. En cualquier caso, una de las cuestiones que deja al descubierto la incapacidad de Obama para mejorar el problema racial durante sus ocho años de presidencia es que la brutalidad policial, el racismo y el supremacismo blanco no son expresiones aisladas o estallidos espontáneos, sino que responden a un racismo sistémico enraizado en todas las instituciones (desde la justicia a la educación) y asumido, consciente o inconscientemente, por la inmensa mayoría.
Viví casi veinte años en Estados Unidos, los seis primeros en el sur, en una zona rural de Carolina del Norte donde era frecuente ver ondear la bandera confederada. Estudié el doctorado en una universidad pública, una de las más antiguas y grandes del país, donde algunos edificios todavía llevaban en su frontispicio el nombre de esclavistas y segregacionistas que, además de haber dado suculentas donaciones a la universidad, habían defendido la supremacía blanca o las leyes raciales de Jim Crow y se opusieron a la admisión de afroamericanos en la universidad. En una de las entradas al campus había una estatua dedicada a 'Silent Sam' erigida en 1913 como tributo a los soldados que murieron defendiendo, entre otras cosas, la esclavitud de los antepasados de muchos de los estudiantes que asistían a la universidad. Cuando me mudé al norte en 2003, dejé de ver banderas confederadas pero las manifestaciones de racismo seguían estando ahí: en la universidad privada en la que trabajaba los estudiantes eran de clase privilegiada y por tanto blancos, había una minoría negra y latina que accedía a ella por becas y contra los que la mayoría blanca era abiertamente hostil, en mi día a día comprobaba repetidamente que cuanto peor pagado el empleo, más oscura era la piel del empleado. No hacen falta grandes dotes de observación para darse cuenta de que el sistema estadounidense basado en «la libertad para todos» no es que «se haya roto» y por eso existe el racismo, sino que desde sus inicios se basa en la desigualdad creada por la violencia (el genocidio de los nativoamericanos, la esclavitud) y se sustenta a costa de la perpetuación de esa igualdad a través de otros medios. Con el avance de los derechos civiles se pasó de la violencia explícita a otro tipo de violencia más implícita (segregación por barrios, pobreza, precariedad, acceso limitado a la educación, criminalización) que se ha aceptado y normalizado. Hasta que ocurre un estallido y se revela, como un síntoma, la densidad de la injusticia.
Tal vez una de las consecuencias más terribles del racismo sistémico sufrido en sus diferentes versiones por la comunidad afroamericana desde los tiempos de la esclavitud es cómo se internaliza y se asume como normalidad, pensar que por mucho que se intente, no se puede escapar del círculo de discriminación. Mientras se desataban las protestas en Minesota, llegaba a mis manos el libro de Bernardine Evaristo 'Mujer, niña, otras', una novela de la autora anglonigeriana que ganó junto a Margaret Atwood el Premio Man Booker 2019. A pesar de que la cuestión racial en Estados Unidos y el Reino Unido (lugar de origen de Evaristo) tienen contextos e historias muy diferentes, hay una relación muy clara entre los sistemas de exclusión y empobrecimiento perpetuo de las comunidades negras en ambos países y en cómo la raza marca su forma de relacionarse con la realidad, cómo se asume que el color de la piel va a condicionar la libertad y las oportunidades de una persona. Esto ocurre a los nietos de Hattie, por ejemplo. Hattie se casó con un afroamericano a cuyo hermano «con quince años embadurnaron en petróleo de carbón antes de colgarlo de un almez del Misisipi y prenderle fuego todavía vivo delante de miles de personas jaleando». Pero los nietos de Hattie viven en Inglaterra y no quieren parecer negros, «se hacen pasar por blancos» porque pueden, son hijos de matrimonios mixtos. A Hattie, la abuela, no le importa demasiado y piensa «¿qué sentido tiene llevar la carga del color para que te refrene?». Incluso la familia ve con malos ojos que los descendientes vuelvan a casarse con negros: «La familia está volviéndose más blanca a cada generación y no querían recaídas». «Recaídas»: el color oscuro de piel entendido como enfermedad por la propia familia negra.
Cornel West, en la intervención citada, decía que el supremacismo blanco va a estar vigente muchos años y que la única forma de combatirlo es mantener el más alto estándar moral. Es una exigencia difícil para una comunidad que se debate entre el miedo, la rabia y la desesperanza y a la que se ha tratado tanto como ciudadanos de segunda clase (por no decir infrahumanos) que algunos han llegado a creérselo.
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