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No sé si es el aburrimiento o es sólo que una es optimista por naturaleza, pero es llegar el verano y volver a instalar el Idealista en mi teléfono. Sospecho que somos legión los que, igual que Aznar hablaba catalán -en la intimidad-, nos pasamos horas buceando entre pisos y filtros como quien le abre una puerta al futuro. Por si fuera poco, la dichosa terraza de la imaginación tiene vistas a un mañana inventado, pero con apariencia de realidad y lleno de cifras, metros cuadrados, euros y alturas. Hasta tiene una calculadora de hipotecas a cuarenta años, que cuando llegue el apocalipsis y ya no quede nada en pie ahí seguirán 'Cuéntame cómo pasó' y tu deuda con el banco.

La libertad es poder elegir los propios vicios, y éste, que a priori es menos grave que la heroína o el Red Bull, tiene algo de pornográfico: «Lo que yo le haría a ese salón si se dejase», «menudos techos, la virgen santísima», «ese hueco de la escalera está pidiendo a gritos que le metan un ascensor hasta el fondo». El bucle desemboca en un conocimiento profundo de un mercado inmobiliario a pequeña escala: el del barrio deseado, que pocas veces es el propio. Es mi caso: hace ya casi dos años que me mudé y aún me sorprendo criticando su transformación, como si no hubiésemos sido nosotros la avanzadilla gentrificadora que todo lo arrasa, los primeros modernos en colonizar un territorio de señoras en delantal, ropa tendida y hueverías; como si llevásemos aquí tanto tiempo como nuestra vecina Petri. Pero en cuanto leo que los alquileres se han encarecido un 50% en el último lustro, o que España es el tercer país de la OCDE con las rentas más inaccesibles, se me pasa. Eso sí, la app del Idealista es una virguería, y teniendo en cuenta que es lo más cerca que vamos a estar los millenials de firmar una hipoteca, es una lástima que no se pueda vivir dentro.

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