Ilustración: José María Guadalupe

Siempre quise ser farero

Crónicas granadinas ·

Tanto me interesaron en su tiempo que escribí la historia de los hermanos Gandolfo, aquella familia sorprendente, de raíz italiana, que se encargó de dar luz a los barcos que venían desde tan lejos y también a los de tan cerca

Domingo, 17 de enero 2021, 00:12

Acabo de ver la película 'El Faro' en blanco y negro. De pronto, mira por dónde, va y aparece la noticia de que al faro ... de Buena Esperanza, que está más allá de donde da la vuelta el aire o como también se decía, «donde Judas perdió la boina», acaba de llegar el que sustituye al técnico en señales marítimas, chileno por más razones. Digo al faro de Buena Esperanza, por llamarle también con algún nombre, al que sin ir he visto tantas veces. Siempre me quedé con las ganas de visitarlo.

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Lo he visto desde abajo, desde allí donde se juntan los dos océanos, que es un sitio tremendo. Aunque a veces baja un barco con turistas muy valientes, lo cierto es que no es fácil llegar, si acaso una vez en la vida, como es mi caso que siempre lo hice, para contarlo. Para contárselo a ustedes hoy domingo, pasado el Día Internacional de la Croqueta, que fue ayer 16 de enero, según la Unesco.

Aprovecho la ocasión para contarles que un día, hace ya muchísimos años, en una manifestación que hubo en Granada con motivo de no sé qué cosa, servidor llevó un cartel, en el que podía leerse.

«O. organización.

N. nada.

U. útil».

Aprovecho la ocasión para también contarles el otro lado de la moneda si es que ya no se lo he contado. Entre las fuerzas del orden, que teníamos entonces, no sé si se llamaban todavía Guardias de Asalto, había un cabo joven que manejaba un vergajo de una pieza, de cuero negro, grande como el sexo de un burro entero, al que yo por otro lado ya conocía, lo de la porra digo, porque había uno colgado en mi casa en un clavo negro sobre una pared blanca, cuando mi padre no estaba de servicio. Bueno, pues, mi padre, al llegar a mi altura en la manifestación– cada uno en su sitio como corresponde a nuestra casta–, y él con el barboquejo bien colocado, levantó el vergajo en el aire, amenazante, y me aconsejó: «Ya estás ahuecando el ala, que cuando estemos en casa te vas a enterar de lo que es bueno».

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Y así fue lo de aquel día, que hoy no sé por qué recuerdo para ustedes. Lo que sí sé es que ya para entonces yo quería ser farero, farero de donde fuera, farero con mando en plaza, sabiendo ya como sabía que Granada tenía varios faros, a lo largo de su costa mediterránea, que aún los tiene y bien guapos: blancos, derechos, con sus ojos de cristal; no sé si algunos, aunque deberían saberlo dada mi condición de cronista oficial también de la provincia, pero sobre todo tan bellos.

Hermanos Gandolfo

Tanto me interesaron en su tiempo que escribí la historia de los hermanos Gandolfo, aquella familia sorprendente, de raíz italiana, formidable, que hasta la muerte, cada uno de los hermanos en su faro, se encargó de dar luz a los barcos que venían desde tan lejos y también a los de tan cerca; desde Granada hasta Málaga y Huelva, sin olvidar el horizonte de Almería. Era una gente formidable, de ojos claros, de tanto mirar al mar, a la mar, que bien hubieran merecido en su día aquel libro que les prometí pero que al final no pude reunir. Sí está por lo menos el retrato del farero del Cabo de Gata, en mi libro 'Almería al Sol', que reúne las crónicas de aquellos días, sobre aquella tierra formidable y entrañable para mí, de la que tanto bebí y a la que tanto recuerdo.

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Columbretes

Me viene también a la memoria, este domingo de frío gélido, que un día de mala mar llegué al faro de las Columbretes, en la geografía marina de Castellón, donde había un pequeño cementerio, un islote bellísimo cuajado de escorpiones venenosos, razón por la cual los fareros, lo primero que llevaban con ellos eran grandes jaulas con gallinas y gallos; también, naturalmente, que eran los únicos defensores a favor de los recién llegados, ya que picaban y acababan con los dañinos y mortales enemigos dándoles a cambio, eso sí, unos huevos enormes, ligeramente azules, algunos de dos y tres yemas. Bien recuerdo ahora que los huevos, yo que los colecciono, de avestruz desde hace no sé cuántos años, son del tamaño como mucho de los de perdiz.

Quizá de codorniz por no decir del pájaro del árbol del olivo que yo fui a cazar, un par de días, del zorzal les hablo, junto a aquel taxista genial, que cantaba lo de 'Ese toro enamorado de la luna', que ya saben de quien les hablo.

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En fin, aprovecho para decir que el faro no se va de mi vida, gracias a Dios, y que he conocido muchos y muy diversos, algunos en funcionamieno, y otros pues ya solo como «los dedos de Dios», que no es mío el título. Ya por dormir, tan solo para contarlo a ustedes claro, en el día de hoy les hablo del faro de la Costa da Morte, donde te salpican las olas, aunque estés a ciento cincuenta metros del mar, del que cada día estoy más cerca, y si Dios no lo remedia algún día, en un bote con mis cenizas, estaré amarrado a él.

Kilimanjaro

Que no sé por qué, aquí me tienen, en este día de frío tremendo, de nieve sucia, que es lo más feo del mundo, recordando que para nieves, aquellas del Kilimanjaro, en África, o la nieve de los Andes chilenos, cuando subí hasta la más alta mina de cobre del mundo, más de cinco mil metros, y me bajé un pedazo de lapislázuli, ese mineral azul que brilla como una joya, y dicen que trae buena suerte.

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Ahora que todavía se siente en nuestras propias carnes lo de la borrasca Filomena, y con el recuerdo de la nieve aquella de la guerra en la frontera de Finlandia con la Unión Soviética, les voy a contar cuando le pedí al embajador, un viejo amigo del vino rosado, en lo que yo era entonces experto, que me invitara a contarlo aunque fuera desde tan lejos. Aunque la verdad era otra, siempre quise acercarme hasta el río Dvina, por conocer de primera mano, aunque tuviera para ello que romper el hielo, de aquel lugar en el que murió por amor, y de su propio deseo, nuestro paisano don Ángel Ganivet, al que aún Granada, además de una calle, no le ha dado la importancia que merece. Nadie ha vuelto a escribir un libro como el de 'Granada la Bella', cosa que aunque sigue siéndolo hay que retocar. Alcalde, hay que tener más presente a Ganivet, aunque haya pasado el tiempo, ¡tanto tiempo!, y termino, que ya no me queda espacio.

Aquí me tienen, desde este faro de papel desde el que escribo cada domingo, técnico honorario, ya jubilado, en señales periodístico marítimas, al que al menos una vez por semana, asciendo, no sé cuantos escalones, tal vez los ochenta y siete de los años que tengo, respirando farragosamente, por ver si desde tan lejos pero tan cerca, el océano de Granada, de mi Granada, lo sigo viendo y sintiendo.

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