Radicalización ambiental
Moderar el mensaje requiere argumentos más meditados, que además llevan a incertidumbres y riesgos si no aciertan con el discurso y política a seguir
manuel montero
Viernes, 20 de diciembre 2019, 00:40
C onviene irse acostumbrando. Por ahora, han pasado los tiempos en los que la vida política giraba en torno al centro. Izquierda y derecha se ... peleaban por la moderación y se hacía con el poder el que se llevaba ese gato al agua.
En la nueva época se impone la radicalidad. Ganan Trump, Bolsonaro, el Brexit, Johnson y unos cuantos fenómenos más. ¿Las posiciones razonables han cogido mala fama? Las consecuencias son deplorables. Lo tenemos todo al pairo, con nubarrones y amenazas que antes creíamos imposibles.
Los extremismos políticos crean vínculos emotivos que van más allá de la racionalidad y que se mantienen al margen de los errores gubernamentales. En este esquema los entusiastas de Trump parecen inmunes a las barbaridades del líder.
Por el contrario, la moderación, lo que antes llamábamos el centro, no deja de ser un cálculo pragmático, del que está dispuesto a cambiar de voto según le vaya en la feria.
«Este no cree en nada»: así se dicen los ideólogos de los partidos ahora que mandan los extremismos radicales. Y no se fían, lo consideran un veleta, dispuesto a abandonarlos al primer desliz, irse con el otro, que ellos ven como enemigo. Por eso prefieren cultivar al convencido, entusiasmarlo, lanzarle una y otra vez lemas que lo reafirmen en su fe.
Los partidos nos quieren de una pieza: básicamente nos desean de su pieza, pues en sus esquemas no hay lugar a la flojera. El modelo ideal, por el que suspiran, es el ciudadano-militante enamorado de las virtudes de su líder. En puridad, les gusta más que el militante a secas o militante propiamente dicho, pues este es más de preguntar por qué hay de lo mío y de aspirar a la típica prebenda sin utilidad manifiesta, no digamos si conlleva tarjeta o premios, aunque en este punto la gestión se ha puesto cuesta arriba por las ganas de indagar y divulgar.
La radicalidad se apodera del espacio público y una buena parte de la ciudadanía se queda así a dos velas. Los que no les disgustan los burránganos de uno u otro lado quizás son de proporción decreciente o están en camino de extinción. En todo caso, se quedan huérfanos. O les pasa como con Ciudadanos: el dirigente centrista se entusiasma por verse tocando poder y se le olvidan las centralidades.
Así, las ofertas moderadas escasean o se desvanecen. Todos tienden a asentar sus electorados sobre el convencimiento de que está mal vista la mesura y con la seguridad de que apoyarse en los extremos, que requieren eslóganes de trazos gruesos, puede acentuar los entusiasmos y lograr bases sólidas y resistentes. Sirven los mantras ideologizados e identitarios.
Moderar el mensaje requiere argumentos más meditados, que además llevan a incertidumbres y riesgos si no aciertan con el discurso y política a seguir. En el extremo cabe insistir una y otra vez en que eres como la gente, te preocupas por sus problemas y te horrorizan los del otro lado, unos perfectos incompetentes.
La radicalización ambiental nos lleva a una política rudimentaria, pasional. Quizás no dure mucho, pero de momento dará lugar entre nosotros a un gobierno amalgamado sobre los radicalismos argumentales. Además, desde tal tesitura querrá dar soluciones definitivas a problemas históricos: exactamente, los que nunca encuentran solución desde radicalidades iluminadas.
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