Lo prohibido
la limitación a la práctica deportiva dentro del término municipal nos ha sumido a los ciclistas en un arduo examen geográfico para precisar las pedaladas sin caer en la felonía de saltar a las localidades vecinas
Manuel Pedreira
Granada
Sábado, 9 de mayo 2020, 00:47
Cincuenta días calcinando una bicicleta estática en la terraza y de pronto me toca escudriñar el terreno en busca de una raya invisible. Después de ... derretir a conciencia ese contradiós que significa una bicicleta que no se mueve del sitio, que no te lleva a ningún lado, que no te procura la seráfica sensación de la brisa trepando por tu cara, la vuelta a la realidad me aboca a rebuscar entre mis flacos talentos las cualidades del cartógrafo.
Nunca me había preguntado hasta dónde llega Granada. En el alma del emigrante llega muy lejos. Alcanza hasta donde la vida lo haya llevado, ya sea Andújar o Nueva Caledonia. Pero no son los límites emocionales los que me interesan, sino los prosaicos que se establecen en un mapa y despliegan efectos administrativos, y ahora cuasi penales. De chavea recuerdo que en los viajes por carretera ponía mucha atención en las señales de límite provincial y, justo cuando íbamos a cruzarlas, estiraba los pies por debajo del asiento delantero para proclamar ufano que había sido el primero en entrar en Sevilla, por delante de mis hermanas. La raya es la raya, pensaba. Y en algún sitio había que ponerla.
Paseantes y corredores apenas lo han padecido, pero la limitación a la práctica deportiva dentro del término municipal nos ha sumido a los ciclistas en un arduo examen geográfico para precisar las pedaladas sin caer en la felonía de saltar a las localidades vecinas. Internet ha echado humo. Planos y mapas han sido examinados con precisión de cirujano. Hay gente de Cájar que ha ido a internet y ha vuelto llorando. Y ciclistas de Monachil o Güéjar Sierra que han temblado de alegría al comprobar que su término municipal es del tamaño de Euskadi.
Los capitalinos tampoco estamos para tirar cohetes. Armilla acecha ahí al lado, junto al viejo Continente. Cenes te corta el rollo en el último semáforo de la Lancha, igual que Maracena te espera con la escopeta apuntando al Cerrillo. Por el oeste se ofrece Santa Fe, pero más allá de Bobadilla la cosa se pone tensa y el riesgo del precipicio es mayúsculo.
Por fortuna, siempre nos quedará El Fargue, ese lugar al que me solo me había dejado caer hasta ahora para llevar algún que otro piano y que ahora se perfila como el Tourmalet capitalino con todas las letras. Ya saben, solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truenan las trompetas del coronavirus. Pero Granada no se acaba ahí. Aún se estira un par de kilómetros más, hasta casi alcanzar la señal de Puerto Lobo. Para coronarlo hay que adentrarse en suelo viznero. Setecientos metros más allá de la raya. La aventura de lo prohibido.
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