El placer de lo inútil
Tribuna ·
(..) las cosas pequeñas que tampoco producen beneficios, pero nos hacen sentir bien, sin tener ni siquiera que preguntarnos por qué.Ana Moreno Soriano
Sábado, 18 de febrero 2023, 22:30
Hace unos años, el profesor italiano Nuccio Ordine escribió el ensayo 'La utilidad de lo inútil', un manifiesto que va más allá de la defensa ... de la cultura y el conocimiento, porque pone en el centro de su reflexión que hay saberes que son fines en sí mismos, que por su naturaleza gratuita y desinteresada, pueden ejercer un papel fundamental en el desarrollo de la Humanidad y que su utilidad es ayudarnos a ser mejores, aunque no sirvan de mucho en una sociedad en la que el éxito está asociado al poder y a la riqueza, en la que todo puede ser criticado y condenado, excepto el dinero, y en la que falta tiempo y sosiego para pensar.
El valor de la filosofía, de la poesía, de las llamadas lenguas muertas no se mide en cifras, pero las personas no podemos prescindir de nuestra historia, del pensamiento que ha configurado nuestra forma de entender el mundo, de apreciar la belleza, de conocer y entender el lenguaje y de aprender a avanzar analizando la realidad y sus contradicciones. Unos años después de la publicación del libro, Nuccio Ordine se encontró en Madrid con el filósofo español Emilio Lledó y hablaron como dos viejos amigos; leí, encantada, la noticia de aquella conversación en la que tomaron parte Aristóteles y Virgilio, Montaigne y Cervantes, Kant y Nietzsche, sin olvidar a Machado –se hace camino al andar– y a Kavafis con el viaje a Ítaca, y en la que se mostraron especialmente críticos con los sistemas educativos que se empeñan, según ellos, en contradecir a los clásicos, porque tratan de educar para ganar dinero y no para saber.
He pensado en todo esto por asociación de ideas, porque de lo que quiero hablar es del placer de lo inútil, de las cosas pequeñas que tampoco producen beneficios, pero nos hacen sentir bien, sin tener ni siquiera que preguntarnos por qué. Sé que no es fácil concedernos esos pequeños placeres, cuando nos pasamos la vida luchando contra el tiempo e incluso tenemos que justificarnos si lo perdemos; por esa razón, incluso algunas actividades que podríamos hacer porque sí, las hacemos también por algo: yoga para enfrentarnos mejor al estrés, pilates, para descargar la tensión muscular que nos generan las tareas diarias o incluso, unos minutos de meditación, para mejorar nuestro estado de ánimo.
Pero yo me refiero a perder el tiempo de verdad, a dejarlo pasar tranquilamente, hablando o paseando o tomando una taza de café; escuchar discos antiguos mientras miramos las fotos que guardamos en una caja; llamar a alguien por teléfono solo para saber que está al otro lado de la línea; cruzar una mirada de complicidad y de ternura, conscientes de que es lo único que importa en ese momento; acariciar un sueño, ponerle alas y colores y convencernos de que en nuestra imaginación ya estamos anticipando lo que va a ser; volver por enésima vez a recitar un poema de Quevedo o contemplar una puesta de sol, sin sacar el móvil para hacer fotos… Cosas que deberían ser normales después de una jornada de trabajo, a la salida de clase, en el encuentro con alguien conocido, pero se hacen difíciles, porque hay un reloj interno que nos apremia para que sigamos haciendo algo, como si nuestra importancia fuera directamente proporcional a nuestras ocupaciones y al poco tiempo del que disponemos. Y no es verdad. Una cosa es la responsabilidad, el trabajo bien hecho, el compromiso… y otra, vivir continuamente vendiendo nuestro tiempo para reportarnos el dudoso beneficio contante y sonante que quiere el sistema.
Y me viene a la memoria la canción de Mocedades, en la que un vendedor ofrece, sin éxito, cosas que no tienen valor en el mercado-mundo: «la paz de un niño durmiendo, las tardes sobre mi madre o el tiempo en que estoy queriendo», placeres que tienen la inmensa utilidad de hacernos felices. Tan necesarios.
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