Pandemia: la población
Tribuna ·
Vamos de listos, lo cual es de tontos. Y vamos de aquí estoy yo solo para lo mío. Los demás, que arreenJuan Chirveches
Viernes, 4 de diciembre 2020, 23:08
En pandemia decembrina. Las autoridades abren la mano. Cinco y cuarto de la tarde de un día de estos. Al velador de la acotada terraza ... de cierta cafetería hay sentados cinco sujetos con distancia de dos o tres palmos entre sí. Casi pegados. Las mascarillas se han debido evaporar por entre los efluvios de la bebida: ni llevan ni se vislumbran. Las habrán guardado en sus bolsillos. Se supone. Trasiegan cerveza directamente de los botellines. De poco en poco altas risotadas que, de oficio, sueltan mucha saliva cargada de millones de gotas. Fuman tres de ellos. El humo va y viene y se expande como virus por frontera. El cuadro me llama la atención. Oteo a cierta distancia, discretamente expectante. Un cuarto se levanta y se dirige con aire de aquí estoy yo al interior del local. Sin el tapabocas. Para qué. Nadie le dice nada. Con la que está cayendo. Porque sigue cayendo. Aunque parezca que menos. Continúo mi camino. Perplejo.
Viene a mi memoria lo que presencié un día, poco antes del cierre perimetral. Entro a un edificio donde junto al ascensor se lee: «Uso obligatorio de mascarilla». Espero. Llega el claustrofóbico subibaja. Se abre la puerta. Es automática. Aparece un individuo que se materializa entre la vaporosa penumbra del habitáculo. Lleva la esportilla colgada del pabellón auditivo que diría un cursi. Sale fumando. Oh, Dios. ¡Sale fumando! Del interior del ascensor. Sí. Con sus cuarenta años a cuestas. Más o menos. Con sus cuarenta años de tontuna a cuestas. Sale fumando, humeando, ahumando, apestando, infectando. No invento nada, amable lector, encantadora lectriz. Es cierto como que usted lee o le leen estas líneas en este momento. Yo no doy crédito. Desde lo hondo de mi sulfuramiento me suben grandes ganas de espetarle un improperio. Soltarle unas palabras. O algo. Pero me callo. Uno es educado. Y contenido. O eso creo. Subo por las escaleras. Solo son cuatro pisos. Menos mal.
Rememoro también otro episodio. De por entonces. Una mañana. Con todas las alarmas en guardia o activadas porque, pasado el verano, ya se nos venía encima y alrededor la segunda oleada de ataque a tumba abierta del virus criminal que tiene un nombre, Covid, que hasta resulta simpático. El hijoputa. Voy a la compra. Enmascarillado. Dificultando el paso, me tropiezo en la acera, como si movedizas arenas humanas, con todo un manglar de madrinas, invitados, novios, padrinos, fotógrafos. Una boda. Más de la mitad sin mascarillas. Algunos se dan abrazos a siniestro y siniestro. Hola, cuánto tiempo sin verte. Cómo está la cosa por allí. Esto oigo que dice uno a otra. Pues igual que por aquí… Se la quiere ligar, claramente. Pero logro, como explorador en jungla, abrirme paso entre la masa de boderos desbrozando, a derecha e izquierda, con el machete del perdone usted. Procurando no rozarme con nadie. Difícil empeño. Cuando por fin llego a la civilización, tras la selva de flamantes corbatas compradas para la ocasión, trajes que nunca más se usarán, vestidos tan largos como la pandemia y diademas con florecillas, ya a cierta distancia, oigo la voz del fotógrafo: «Juntaos más (en realidad dice juntaros), que no os pillo a todos. Pegaos, pegaos más… (dice pegaros)». Y, como garbanzos en potaje, un tumulto de desenmascarillados y enmascarillados se entremezcla y se comprime. Todos se apretujan para salir en la foto.
«La negligencia en este país es patrimonio nacional», escribía hace unas semanas Mesamadero en este mismo diario. Lleva mucha razón el tan hondo como divertido columnista. Esa negligencia que, como toldo agujereado y carcomido, digo ahora yo, no Mesamadero, cubre en nuestro país desde el siniestro gobierno que en la actualidad nos desgobierna hasta las pandas de adolescentes que en mil lugares de la hispana geografía organizan fiestas clandestinas despreciando estúpidamente el altísimo riesgo de mortal contagio en que ponen a los demás.
En solo tres meses, marzo a junio de este 2020 de nuestras tristezas, los que duró el confinamiento impuesto por la horrorosa pandemia que nos ha tocado sufrir, un millón largo de multas pusieron los cuerpos policiales a las gentes españolas por saltarse o incumplir las normas que lo regulaban. Y durante la segunda ola (en otoño), con miles de muertos o de contagiados sufriendo lo indecible, hospitales atestados, personal sanitario heroicamente exhausto, economía hundida, familias enteras arruinadas, hemos visto en los telenoticiarios o leído en los periódicos, incrédulos, cómo casi a diario la policía se ve obligada a intervenir en atestadas fiestas clandestinas o botellones ilegales que son notorios focos de contagio, donde no es que no respeten, es que se ríen de las distancias y de las protecciones exigidas. De Cádiz a Oviedo. De Galicia a Baleares.
Este Gobierno de ineptos. Sí. Y este pandemonio, que da risa, de las autonomías regionales. Sí. Y estos gobernantes medio bausanes. Y bausanas. También. Pero también nosotros. Muchos. Muchísimos de nosotros.
Escribía Ganivet en su 'Ideárium español' que nuestra aspiración máxima era llevar en el bolsillo una cédula oficial que dijese: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana». Y con esas trazas, claro es, abundamos en indisciplinados, incumplidores y asociales. Y achulados. Vamos de listos, lo cual es de tontos. Y vamos de aquí estoy yo solo para lo mío. Los demás, que arreen.
Y así nos va en cuanto llega una seria perturbación: ocupando desde el comienzo los lúgubres primeros puestos europeos y aun mundiales en tasa proporcional de contagiados, de enfermos, de muertos y de sinclinal económico.
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