No hace falta decir que desde hace décadas el inglés se ha impuesto como lengua hegemónica universal. Tenemos asimilado que sin inglés no hay trabajo, ... no hay progreso y que es la única opción si queremos hacernos entender fuera de nuestras fronteras y en los ámbitos globales. George Orwell ya lo advirtió en su 1984 que esto sucedería. No pasa ni un solo día sin que utilicemos o leamos un sinfín de palabras inglesas en nuestro lenguaje cotidiano. El uso de anglicismos no es malo para el idioma, incluso puede ser saludable para el mismo, cuando no hay equivalencias en español. Nuestra lengua desde siempre ha ido incorporando barbarismos, algunos de los cuales se ha convertido en algo cotidiano. Algunas voces muy utilizadas son de origen árabe (aceite, almohada, alcalde, azafrán, azúcar, algodón, ojalá), francés (amateur, chef, autobús, boutique, debut, garaje), italiano (alerta, brillar, carroza, dúo, soneto), portugués (almeja, buzo, carabela, menina), alemán (blanco, brindis, delicatessen, yelmo, vals), o provienen de las lenguas indígenas (patata, tiburón, chocolate, butaca), y de otras regiones, como el catalán, o incluso el japonés. También el caló ha aportado muy diversos términos a nuestro lenguaje: burel (toro), butrón camelar, cañí, currante, fetén (muy bueno), lacha (vergüenza -sentimiento-). Todas estas palabras forman parte de la historia de los hispanohablantes que decidieron usarlas en un momento concreto ya sea porque hacían referencia a algo nuevo (como la patata o la pizza) o por simple moda o economía del lenguaje. Es decir, porque la palabra del otro idioma resultaba más cómoda de usar que la palabra propia o porque tenía un significado más rico en matices. Pero lo que está ocurriendo es una imparable implantación, unida a un colonialismo por parte de la cultura anglosajona, sin que los cortafuegos que tenemos parece que puedan hacer mucho para controlar la potente embestida.
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Ya lo dijo Álex Grijelmo: «En apenas medio siglo el inglés ha colocado tantas palabras en las bocas de los hispanohablantes como el árabe en ocho centurias». Este imperialismo de los anglicismos demuestra sobremanera un patente complejo de inferioridad, al mismo tiempo que se puede achacar a esas grandes dosis de pereza de pensamiento, esnobismo, e ignorancia que gastamos, junto a un profuso añadido de estupidez. Un simple ejemplo demuestra que usamos anglicismos que ocupan a veces el lugar de términos más precisos en castellano, caso de 'password' que desplaza a clave o contraseña. El Roto lo explicaba en una de sus viñetas con el consejo de una madre a su hijo: «El español es de pobres; tienes que aprender inglés». «Yes, Mom», le dice el niño. Es triste observar como muchos se afanan en utilizar el último neologismo procedente del inglés ignorando la inmensa riqueza que atesora el español. Para tratar de contrarrestar este torrente de términos anglosajones, el español tiene resortes como el Instituto Cervantes, la Fundéu o, el más importante, la Real Academia Española, en cuanto promueve el buen uso del español y utilizar los términos españoles siempre que sea posible. Pero el problema, además de su vehemente lado externo, tiene otro interno donde se aferra un cateto y jactancioso afán de ser guay, o más cool.
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