Mosquitos
Puerta Purchena ·
«El caso es que las moscas de Cabo de Gata tienen sus características propias -no se asustan- y se atreven a picar a los humanos. Pero no son las únicas»Vivir en Cabo de Gata supone compartir espacios con algunos bichitos. Y a mí, hay algunos que me caen más simpáticos que otros. Me caen ... bien los escarabajos, a los que veo desplazarse peligrosamente por calles y aceras (con riesgo de pisotones mortíferos o atropellos seguros). Y, desde luego, me gustan los saltamontes, a los que aprendí a coger cuando era niño. Ambos tienen la buena costumbre de no entrar a las casas, lo que sí hacen las moscas de forma desconsiderada. Por esa y por otras razones, no me caen bien las moscas, demasiado frecuentes por otra parte. Eso me obliga a tener siempre preparada una especie de palmeta con agujeros, sabiamente diseñada para enviar a esos insectos alados y pegajosos a trascender a otro plano.
El caso es que las moscas de Cabo de Gata tienen sus características propias -no se asustan- y se atreven a picar a los humanos. Pero no son las únicas. Hay otras homónimas más pequeñas cuya proliferación me ha sorprendido este verano. Creo que se llaman 'moscas de la fruta' o algo así. El caso es que, el otro día, Carmela -una amiga de mi hija- levantó espantada la tapa de la basura y empezó a dar gritos. Asustados, todos acudimos a socorrerla, y fue entonces cuando comprendimos el motivo de su súbito sobresalto. Una nube de mosquitas se lanzo a invadir los espacios como si fuera un ejército, algo anárquico en las formas, pero eficaz en su distribución por la cocina.
Mis nietos echaron mano rápidamente a un instrumento novedoso. Se trata de una modalidad de raqueta pequeña, cuyo 'cordaje' ha sido sustituido por un enrejado de finos alambres a los que dos pilas suministran electrificación suficiente para electrocutar al bicho que se ponga por delante.
Mientras unos se aplicaban a pasar a las mosquitas por la raqueta eléctrica, otros nos dedicamos a perseguir a las aladas diminutas con métodos más clásicos. Lo más eficaz resultó ser un trapo húmedo con el que echarse encima de las intrusas.
Estaba muy entrada la noche cuando aún continuaba el ataque. Tanto duró la batalla que yo me rendí y me refugié en mis aposentos -léase cama plegable en el sótano-, hasta donde me llegaba el fragor de los combates.
A la mañana siguiente, me levanté temprano. Sobre los cristales de la ventana, una veintena de supervivientes buscaban la luz, tal vez en busca de un hueco por el que abandonar una estancia que se les había vuelto inhóspita. No tuve piedad.
Como resultado de todo ese episodio, mi cuerpo sigue mostrando infinidad de manchas enrojecidas a las que hay que aplicar polvos de talco para sentir un alivio momentáneo. Demasiadas son para que provengan de esos pequeños insectos aficionados a la fructosa. Y es que, según me han contado, entre tanta mosquita, se habían colado no pocos mosquitos -nadie dudará de que yo uso lenguaje comprensivo- que habían pasado inadvertidos. Aprovecharon, pues, el revuelo de la contienda.
Así que no se fíe usted de las mosquitas. Ya lo dice la sabiduría popular: ni de las muertas.
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