Morir en soledad
Cuando acabe esta crisis o, al menos, afloje hasta el próximo rebrote (que probablemente sea más débil, ante el que habremos desarrollado cierta inmunidad, para el que tendremos alguna medicación coadyuvante e, incluso, una vacuna), será menester que la sociedad española, el Estado, declaren un luto oficial prolongado
claudio hernández cueto
Sábado, 9 de mayo 2020, 22:48
La muerte, esa especial etapa de la vida, que la culmina y la cierra, que es una absoluta desconocida para el ser humano, no por ... ella misma sino por la duda y el temor de lo que después pueda suceder, que produce profundo temor en muchos, puerta de esperanza para los creyentes y, en definitiva, profundo misterio que la literatura, la poesía, el cine, el arte en general, han cargado de oscuridad y tragedia, es lo que ahora afrontan miles de compatriotas en una inexplicable e incontrolable pandemia.
Más de veintiséis mil ciudadanos han fallecido en las últimas semanas por la acción de la Covid-19. Muertes inesperadas, indebidas, incluso en individuos añosos y con patologías crónicas que ya padecían. Insisto, incluso en individuos añosos, que no viejos. El viejo con frecuencia acepta la muerte, puede que hasta de buen grado, dado que sus coetáneos ya se han ido y el mundo que le rodea se le antoja extraño y hostil. Pero ahora tenemos una sociedad que ha cambiado profundamente su perfil en las últimas décadas generándose una nueva clase de sujetos de edad avanzada que se consideran aún útiles, capaces de numerosas actividades, deseosos de vivir y de disfrutar de la vida. Y no desean morir. Yo me encuentro en ese segmento y hace pocos meses, por razones que no vienen al caso, ni tienen que ver con este virus ni ningún otro, estuve muy cerca de la muerte. No fui consciente mientras sucedía en una unidad de cuidados intensivos, sino después. Siento que la experiencia no fue nada buena, más bien aterradora y me acompañaban mis hijos, mis amigos, mis médicos,… No estaba solo.
Las muertes que están sucediendo ahora son muy diferentes. Están afectando a individuos que no la esperaban y menos aún producidas por un virus desconocido hasta hace poco, que evoluciona en muy pocos días a una gravedad extrema y se ven abocados a una situación muy estresante en un medio hostil, como es el hospital, cuyo único apoyo es el equipo de personal sanitario que de modo admirable se arriesga y sacrifica para sanar a esa persona, pero un medio hostil al fin y al cabo y rodeados de extraños vestidos como personajes de una película de ciencia ficción. Sin el calor de sus familiares, de sus amigos, de los rostros y las manos conocidas. Se mueren solos.
La muerte ha sido un tabú, especialmente en la sociedad occidental en los últimos años. Ahora estamos madurando, se afronta a diario y en horribles condiciones. Si el ser humano tiene miedo a algo más en torno al fenómeno de la muerte es al dolor y a la soledad. Estas muertes crueles se producen en soledad. Y una vez acaecidas, obligan a un breve y casi anónimo ritual funerario con muy escasos acompañantes. Es la muerte en soledad, algo que me parece terrible. Y así es también para sus familiares que restan aquí con el vacío de esa pérdida. Con la imposibilidad de haberlos acompañado, abrazado, besado o acariciado durante esas últimas jornadas.
Por supuesto, cuando acabe esta crisis o, al menos, afloje hasta el próximo rebrote (que probablemente sea más débil, ante el que habremos desarrollado cierta inmunidad, para el que tendremos alguna medicación coadyuvante e, incluso, una vacuna), será menester que la sociedad española, el Estado, declare un luto oficial prolongado. Todos estaremos de acuerdo en ello y será un fenómeno que observaremos repetirse en distintos países próximamente. Pero en el fondo nos encontramos de luto ya y de modo permanente ¿Quién puede dudarlo? Un profundo luto por los fallecidos, por los ancianos que mueren en las residencias, por los profesionales (sanitarios, guardias civiles, policías, etc.) que fallecen merced a su entrega, por todos, pero especialmente por sus familiares, por el intenso dolor que experimentan, por el vacío que deben afrontar, se encuentran ahora noqueados, como después de un duro gancho de derechas, de esos que da la vida y nunca te puedes recuperar.
Una muy querida amiga ha pasado por la experiencia de perder a su madre a la que, por razones de edad, decidió ingresar en una residencia hace muy poco tiempo. No lo ha dicho, pero creo que se siente desgarrada, culpable por haber tomado esa decisión. Ella, yo, todos los que la conocemos, sabemos que no es así. Simplemente fue de esos sucesos que se producen en la vida. Pero ahora, se siente con ese profundo negro agujero de la pérdida, de la madre a la que no ha podido acompañar, con una herida que probablemente nunca curará del todo y de la que no podremos aliviarla por mucho que la queramos.
Simone de Beauvoir en su magnífica obra 'Una muerte muy dulce', gestada por la muerte de su madre, exclama de la dureza de dicho fenómeno, en que la muerte debe ser asumida por haber vivido lo ya esperado. Igual describió con maestría Margueritte Yourcenar en sus 'Memorias de Adriano' cuando, al inicio de la obra, el viejo emperador manifiesta y acepta el fin de su tiempo. Ahora no es sí. Es un cruel robo. Una cuchillada de la guadaña ejecutada con velocidad extrema que no se puede comprender, ni soportar.
No hace falta ser creyente para lamentar de corazón el sufrimiento de los demás y para entonar una emocionada oración para todos los afectados. He querido escribir estas líneas solo para expresar –estoy seguro que en nombre muchos– mi pesar, mi comprensión y mi afecto para todos ellos.
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