Cae la noche, calles sin niños, nervios en el estómago, zapatos limpios y a la cama muy temprano porque vienen los Reyes Magos. Bendito engaño ... de nuestros padres con el que nos dibujaban ilusión en nuestras vidas. Y es que, como dijo el filósofo Jacques Derrida, «lo relevante en la mentira no es nunca su contenido, sino la intencionalidad del que miente». Por eso creo, sinceramente, que el propósito de cualquier padre o madre en estas fechas mágicas es el de acercar a sus hijos una pequeña porción de la alegría del cielo envuelta en papel de regalo.
Pero pasan los años. Y no solo descubrimos la verdad de esta ensoñación, sino que la vida nos obsequia con otros presentes que van minando poco a poco aquella inocencia primera. Ahora, ya grandes y con canas, surge la pregunta: ¿para qué? ¿Acaso tiene sentido adulterar una vida gris con luces de esperanza? Si al final son la tristeza, la angustia, la muerte, la enfermedad, la soledad y otras compañeras similares las que cubren con su sombra nuestro horizonte, ¿qué sentido tiene, por tanto, lo que hacemos en Navidad? Es posible que el siguiente apólogo nos ayude a responder a estos interrogantes que, desgraciadamente, no pocos se hacen en estas fechas.
Dice la leyenda que, en realidad, los Reyes Magos fueron cuatro: Melchor, Gaspar, Baltasar y Artabán. Este último no alcanzó al abigarrado séquito real para ir a Belén, debido a lo que le sucedió por el camino. Así lo describe Henry van Dyke en su cuento de Navidad: 'El otro rey Mago'.
Cada soberano portaba un presente para el Niño Dios: oro, incienso y mirra. Artabán partió con tres regalos: un diamante, un jaspe de Chipre y un rubí. Pero, en mitad del camino, nuestro rey se encontró con un hombre moribundo que había sido atacado por unos bandidos. Se entretuvo en sanar sus heridas y le ofreció el diamante para que recuperase lo robado. Por eso, cuando llegó al punto de encuentro, Melchor, Gaspar y Baltasar ya habían partido. Así que reinició su camino en solitario.
Cuando llegó a Belén, ni Jesús ni sus padres se encontraban allí. Sin embargo, fue testigo de la matanza de los niños ordenada por Herodes. Amparando a una de aquellas madres con su hijo, intercambió el rubí que llevaba con un soldado para salvar la vida del pequeño. Y, cuando quiso escapar de allí, fue capturado y puesto en prisión durante 30 años.
Al salir de su cautiverio, supo que aquel niño de la estrella naciente, a pesar de su bondad y sus milagros, había sido condenado a muerte. Raudo y veloz, puso rumbo a Jerusalén con la intención de comprar la salvación de Jesús con el jaspe que le quedaba. Pero el destino quiso que dicho presente fuese la ofrenda con la que Artabán salvó a una muchacha de la prostitución.
Parece ser que, como en la vida misma, nuestro rey fracasó en su intento de ser feliz, encontrando al Mesías. Pero estando en el lecho de muerte, Artabán recibió la visita de Jesús resucitado, quien le agradeció todos sus regalos. «¿Cuándo, Señor?», preguntó el rey. Y Jesús le dijo: «Cada vez que ayudaste a uno de mis hermanos, conmigo lo hiciste». De ahí que, cuando regalamos actos de amor, se lo hacemos a Cristo. Y Él, a su vez, a nosotros. Eso es Navidad: Cristo que nace en el pesebre de nuestro corazón.
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