Otras lealtades
La Carrera ·
Recesvinto situó la trama que resumo en una época medieval y legendaria, nada que ver con este tiempo actual de la inmediatez a golpe de clic y ya lo tengo como por arte de magiajosé ángel marín
Martes, 10 de diciembre 2019, 00:47
El compañero Recesvinto, quien ya presenté al respetable hace unas semanas, tipo peculiar donde los haya, que luce desde que lo conozco barba hirsuta en ... forma de perilla que le confiere cierto aire nobiliario como de vizconde, vecino en el casco antiguo de la tía Gertrudis y colega mío de profesión jurídica, aunque no por mucho tiempo ya que está en el descuento, es decir, próximo a jubilarse y quizá por eso sin demasiados pelos en la lengua. Digo que Recesvinto me contó el otro día –en los minutos que dura un cambio de clase– una historia que con algún reparo y, por supuesto, con su autorización traigo hoy a colación. Es un relato que de algún modo enlaza con la temática sobre lealtades que formulé hace una semana, aunque quizá no sintoniza con el tono grave que allí dejé impreso.
Resulta que Recesvinto me pilló por banda en medio del pasillo de la Facultad y sin mediar preámbulo me inquirió sobre el sentido de la columna dedicada el martes pasado a la lealtad. Él, hombre docto y dominador de latines, quiso empatizar con el texto y me obsequió con la narración que sintetizo ahora. Recesvinto situó la trama que resumo en una época medieval y legendaria, nada que ver con este tiempo actual de la inmediatez a golpe de clic y ya lo tengo como por arte de magia.
Esta otra historia de lealtades tuvo lugar entre dos caballeros visigodos cofrades de milicia y naturales de la misma ciudadela fortificada, vidas paralelas y amigos desde la infancia que tuvieron que disgregar escudos y deberes castrenses al quedar lisiado uno de ellos en la última Cruzada. Pía campaña militar destinada a pedido del Papado -como las que luego sucedieron- a recuperar para la cristiandad los lugares sagrados, campañas que tenían su lógica aunque no era precisamente religiosa, pero no me detendré hoy en ello.
La cuestión es que al iniciar de nuevo el camino de Constantino-pla en pos de la segunda Cruzada, eso sí, ya solo uno de ellos y, por supuesto, tras haber colocado cinturón de castidad a su amada esposa como era costumbre inveterada, digo que el godo que partía de nuevo detuvo montura y pertrechos ante la heráldica del obligado a permanecer en casa y allí entregó al amigo –ahora caballero tullido- la llave que desbloqueaba el cinturón que había colocado a su dueña, e hizo prometer a su leal correligionario que libraría de tan incómoda traba a su esposa en caso de que él cayera en Jerusalén batallando contra el infiel. Y así abandonó sus tierras y feudo confiado en la promesa hecha.
Pero cual no fue su sorpresa apenas recorridas dos leguas, cuando aun se divisaba el castillo en lontananza, vio acercarse un jinete a galope tendido que no era otro que su cofrade, quien al llegar a su altura y tras recuperar el resuello le reprochó muy quejoso el error cometido, pues el que partía a las Cruzadas debía haberse equivocado de llave ya que aquélla, la que le había entregado hacía un rato, no abría cerradura alguna.
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