Puerta Purchena

Grandes mujeres anónimas

«Mientras las tenemos a nuestro lado, no las sabemos valorar, porque junto a ellas todos los dolores se olvidan»

Juan Manuel Palma Segura

Lunes, 11 de marzo 2024, 23:19

Todas las cosas grandes e importantes de este mundo crecen sin hacer ruido, sin que nadie las vea elevarse. Así, la bondad y el bien ... van de la mano del silencio, mientras que la estupidez y la bajeza van siempre acompañadas del brillo y del estrépito. Alejándome, pues, de efímeras fanfarrias que han ponderado hace poco lo que es y debe ser una mujer, permítanme que les hable de otras que, como bien describió monseñor Jara, tienen algo de Dios por la inmensidad de su amor y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados. Mujeres que, siendo jóvenes, tuvieron la reflexión de una anciana. Y, ahora, algunas de ellas, ya en su vejez, continúan luchando con el vigor de la juventud. Mujeres que, siendo consideradas ignorantes por el mundo moderno, descubren como nadie los secretos de la vida con más acierto que un sabio. Y, si son instruidas, se acomodan a la simplicidad de los niños. Mujeres que, si fuesen ricas, darían con gusto su tesoro para no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud de los hijos o de quienes aman. Mujeres que, siendo débiles como el que más, se revisten en la dificultad con la bravura del león. Mujeres que, mientras las tenemos a nuestro lado, no las sabemos valorar, porque junto a ellas todos los dolores se olvidan. Sin embargo, tras su último adiós, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarlas de nuevo un instante, por recibir de ellas un solo abrazo o un beso, por escuchar una sola nota de la melodía que brota de su corazón. Todas ellas tienen en común la vocación más desdeñada por la historia pasada y, quizás, malmirada por la presente, ya que hay quienes las consideran esclavas y reprimidas. Todas ellas son, en definitiva, madres.

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Aquí no caben teorías, tan solo testimonios de la vida misma. Sirvan como muestra las siguientes: Rosa, el pilar para sus dos hijos, su esposo y sus dos nietos; Catina, referente de integridad para sus antiguos alumnos; Mari Loli, huérfana a temprana edad de madre para convertirse ella misma en el baluarte de su anciano padre y los suyos; Elena, madre adoptiva de su sobrina y modelo de entrega constante para ella y para su devoto esposo Nazario; Carmen, gran conocedora del padecer y del sufrir para sacar a flote su hostal y su familia; la sevillana Mercedes, primera catequesis y presencia de Dios para los suyos; la madre Carmen, antigua superiora de las Agustinas Descalzas, quien con grandes desvelos y oración mantuvo incólume la vida del convento; las religiosas Lourdes, Concha y Paqui, madres espirituales de un sinfín de niños y jóvenes que moldearon con la dulzura de su vocación; Cecilia, inagotable energía silenciosa que une y protege de manera constante a toda su familia; María Dolores, abuela abnegada y amada catequista de su pueblo adoptivo; Alicia, sorteadora de obstáculos y alma mater de su parroquia; Vanesa y Mari, madres primerizas y amor desbordante hacia sus retoños. Carmencica, luchadora incansable para la que el trabajo unía el día con la noche; y, por supuesto, tú: mamá. A ti, simplemente, te doy las gracias, pues, en medio de tu enfermedad, sé que Dios existe porque tú también existes.

A todas estas grandes mujeres anónimas, y a las que no he nombrado por falta de espacio, gracias por acercarnos el cielo en la tierra.

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