La vivienda como derecho, la política y el mercado
José María Agüera Lorente
Viernes, 18 de octubre 2024, 23:44
El acceso a la vivienda constituye un problema material y concreto que afecta a la vida de las personas del que por fin se empieza ... a hablar y que ha conseguido movilizar a la ciudadanía en las calles. El Gobierno propuso el mecanismo de las zonas tensionadas, que apenas se ha aplicado por estar en manos del PP la política de la vivienda en la mayoría de los territorios de las comunidades autónomas. Sí se hizo en Cataluña, donde, en las zonas declaradas tensionadas de 140 municipios, el alquiler medio bajó hasta un 5%.
El Gobierno actual está por la regulación, por limitar el poder de los que poseen los inmuebles para imponer los precios que quieran a los que los necesitan. Para la derecha neoliberal cualquier solución al problema de la vivienda pasa no tanto por la intervención del Estado –que convocaría a ese terrorífico monstruo del intervencionismo– como por incentivar adecuadamente a los que mueven los hilos del mercado de la vivienda para que, aunque puedan hacerlo (porque eso no entra en cabeza neoliberal que se les pueda impedir), no suban los precios; y sería bajándoles impuestos, claro está, es decir, pagándoles entre todos lo que dejen de ingresar. Como se ve, tan ideológico es un planteamiento como el contrario, porque efectivamente, como en tantos otros asuntos de esta índole –o sea, políticos– hay que escoger de qué lado se pone uno, en congruencia supuestamente con su sistema de valores.
Construyamos más es lo que dicta el mercado, acorde a esa famosa regla dorada de la oferta y la demanda. Según esta lógica hay que admitir que una casa es una mercancía, y no un derecho como establece nuestra Constitución en su artículo 47, en el que igualmente se responsabiliza a los «poderes públicos», y no al mercado, de su cumplimiento.
Seguir ciegamente la ley del mercado nos llevó a la burbuja inmobiliaria que estalló en 2008 con la consiguiente crisis financiera. Se construyeron millones de viviendas en una década. Sin embargo, el precio de las viviendas no hizo sino crecer y crecer junto con el número de casas vacías. Se perdió mucha vivienda pública que pasó a patrimonios privados.
Pese a lo escrito en nuestra Constitución la vivienda es un activo financiero en el vigente capitalismo global. Lo es en Nueva York y lo es en Granada. Ahora más que nunca, sobre todo en las ciudades como las mencionadas, que se hallan sometidas a la presión alcista que supone la dedicación de un contingente no menor de inmuebles a alojamiento turístico. La realidad demuestra que no tienen que ocuparse las casas para que no paren de revalorizarse. De hecho, sabemos que en nuestro territorio hay muchas viviendas vacías, aunque no se sepa con certeza el número. La inversión inmobiliaria en España es un refugio global, además de ser atractiva por lo que tiene de condición de resort, en un país seguro y rentable.
En un tiempo fue la posesión de la tierra la que marcaba la diferencia de clases y la que otorgaba el poder a una oligarquía terrateniente y aristocrática. La ideología estamental con un fuerte componente religioso mantuvo durante siglos la justificación de un orden que albergaba tamaño grado de desigualdad e injusticia social. Hoy padecemos los efectos de un proceso del que nos advirtió Thomas Piketty hace una década en su libro El capital en el siglo XXI. El panorama reflejado en él apuntaba a un crecimiento de la desigualdad imparable que iba de la mano de una creciente irrelevancia política del valor de la justicia social. Este proceso entonces denunciado y actualmente obscenamente evidente conlleva de forma insoslayable la crisis de la democracia liberal. Tiene todo el sentido, pues la lucha política de los siglos XVIII, XIX y primeros dos tercios del XX estuvo dirigida a liberar las economías de la influencia de terratenientes, monopolistas y quienes vivían de bonos, acciones y bienes raíces (en gran parte heredados). No cabe duda de que hemos retrocedido en las últimas cuatro décadas en ese camino de liberación. En las economías postfeudales de antaño había que pagar rentas a los terratenientes; ahora pagamos intereses al sector financiero.
Un elemento muy importante de ese retroceso es justamente eso que pertenece a la categoría de los «bienes raíces» (en inglés, real estate), que junto con los seguros (inssurance) y las finanzas componen el sector FIRE (Finance, Inssurance, Real Estate), es decir, esa simbiosis de ámbitos de la economía parásita del trabajo a través de la generación de deuda que conforma una especie de circuito cerrado para el autorreparto (self-dealing) dentro de la exquisita minoría que componen los ungidos por el capital. El mercado libre es un mito; se halla trucado. Por eso la crisis de 2008, en la que se puso en evidencia la fragilidad del triunfante orden neoliberal global, afectó prácticamente de consuno a esos tres sectores, siendo su detonante –lo que tiene su lógica según lo expuesto– la crisis de las hipotecas subprime asociadas a la burbuja inmobiliaria.
Nada efectivo se ha resuelto desde entonces para que la vivienda se libere de ese círculo vicioso de la economía parásita orientada hacia la satisfacción de los intereses de la oligarquía rentista. Los gobiernos democráticamente elegidos como el nuestro son incapaces de plantar cara en defensa del bien común a los grupos de presión neoliberales. He aquí una más de las batallas que la democracia liberal está perdiendo y que contribuye a su alarmante descrédito.
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