El imperio de la irracionalidad
José María Agüera Lorente
Jueves, 16 de octubre 2025, 23:33
Ya hemos rebasado la fase de los populismos que nos pillaron por sorpresa, cuando Trump llegó por primera vez a la Casa Blanca, y la ... fuerza de su ola consiguió sacudir la que quizá es la democracia europea más arraigada provocando el shock del Brexit. Desde entonces, las actitudes defensivas nacionalistas, excluyentes, antisolidarias, individualistas, propiciadas por las organizaciones promotoras de la internacional del odio, no han hecho sino crecer en todas las democracias del planeta.
Es verdad que la democracia es un producto de la historia; y en este sentido no es inteligente adscribirse al esencialismo democrático, según el cual existe una esencia de la democracia en el mundo platónico donde reside el ser genuino de las cosas. Es la democracia real la única verdadera democracia, la de las mujeres y los hombres de carne y hueso, imperfecta forzosamente, como nosotros; una compleja estructura institucional, resultado de múltiples y diversos ensayos y pruebas históricas que probablemente no concluirán nunca. Pero funciona como sistema de organización de la convivencia, porque permite la gestión pacífica de las diferencias, la pluralidad y los conflictos de intereses que conllevan, asegurando una cierta estabilidad a través de los cambios sociales, culturales y económicos en progresiva aceleración. Atendiendo a su origen, cuando fue creada en la Atenas de hace dos mil quinientos años, se ve claro que su motivación primigenia, la que otorga sentido a su puesta en funcionamiento, reside en la necesidad de ponerle riendas al poder. Esta es su razón de ser. La democracia es el artilugio de la razón para ponerle freno. Este es el sentido de la tan manida expresión inglesa –tan sobada desde que empezamos a sufrir la segunda réplica del terremoto Trump– del check and balances –o controles y contrapesos–, referida a ese diseño institucional de la democracia moderna. Los tres poderes definidos por Montesquieu en 'El espíritu de las leyes' –legislativo, ejecutivo y judicial– se vigilan los unos a los otros atentos a cualquier manifestación del vicio del poder.
El diseño institucional es clave en la conformación de la democracia para hacerla eficaz a la hora de cumplir con ese objetivo primordial de doma del poder. Podría decirse que el sistema de sus instituciones es su cuerpo. Y hay cuerpos distintos con diferente genética, siguiendo con la analogía orgánica, como se puede comprobar por la diversidad de diseños institucionales que nos ha regalado la historia de la democracia; puede ser que reconozcamos la democracia en un cuerpo institucional que tiene por Jefe de Estado a un monarca, como es el caso del Reino de España, o a un presidente, como es el caso de una República. Ahora bien, todas comparten el mismo espíritu por así decir revolucionario que consiste en convertir a los individuos en agentes del sentido político de la sociedad. Para que lo sean eficazmente no pueden perder de vista la verdad política que hay que configurar atendiendo a las razones que se ofrecen y que hay que dar en un perpetuo ejercicio de colaboración dialéctica.
La victoria del populismo es el triunfo del imperio de la irracionalidad y, en consecuencia, el debilitamiento del espíritu de la democracia. Su actitud frente a la realidad no es la de tratar de conocerla, sino la de impregnarla de una emotividad distorsionadora que impide al sujeto establecer o captar las relaciones de las cosas que hacen que dependan las unas de las otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra. Supone la negación de la verdad. De este modo no sólo se logra manipular el sentido político de la sociedad, sino que también se abre una peligrosa puerta al delirio colectivo. Una muestra de ello –de las muchas que la actualidad nos proporciona en abundancia– es la reciente advertencia pública de Trump, con puesta en escena surrealista incluida, sobre el supuesto vínculo causal existente entre la ingesta de paracetamol y el padecimiento de autismo.
Las creencias no deben perderle la cara a la realidad so pena de acabar generando una pseudorrealidad paralela a la que ya le puso nombre Kellyanne Conway, consejera del presidente norteamericano, al acuñar la expresión alternative facts –hechos alternativos–. Si el sujeto que sostiene determinadas creencias no quiere o no puede dar razones mediante las que esas creencias respondan ante la realidad de los hechos nos introducimos peligrosamente en los dominios del delirio; porque si el delirio es una creencia de origen patológico, la creencia por completo desvinculada de la razón puede convertirse en un delirio de origen cultural, inoculado socialmente. Qué necesidad tenemos hoy la ciudadanía de nuestro sentido crítico, porque nunca antes fue tan capaz la tecnología de dotar de poder de credibilidad a los delirios.
Para transformar la realidad primero hay que tomarla. El conocimiento es el único medio válido para hacerlo. El éxito de esa empresa es lo que llamamos verdad. Dicho con otras palabras del filósofo español José Antonio Marina extraídas de su libro 'La inteligencia fracasada': «Las necesidades vitales imponen una adecuación a la realidad, una comunicación con otros seres y una cooperación con ellos en el plano práctico». El instrumento que permite hacer eso, humanamente a nuestro alcance, ciertamente tentativo y falible, y por lo mismo forzosamente practicado en formato dialógico y de contraste intersubjetivo, es la razón. Encastillarse en las creencias propias y no estar abiertos a sopesar las evidencias ajenas supone el imperio de la irracionalidad, lo que conduce irremisiblemente a la violencia.
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