La Alhambra y el Albaicín de Andrés Ureña
José Ignacio Fernández Dougnac
Miércoles, 20 de noviembre 2024, 23:09
A veces, una experiencia, por asombrosa, puede permanecer como algo inolvidable y, por tanto, irrepetible. Surge sin que la preveamos, porque el enigma siempre nos ... atrapa de imprevisto. La primera vez que me adentré en el Albaicín fue en mi adolescencia. Una tarde de primavera, con mi buen a amigo Manuel Molina González. Ambos ignoramos la obligación de asistir a clase. Él me fue guiando por el dédalo de callejuelas sin ningún orden premeditado. Más que las tapias y la hiedra, mucho más que las plazuelas y los cármenes, me llamó poderosamente la atención la Alhambra. Conforme subíamos y bajábamos cuestas, la fortaleza nos brindaba una perspectiva insospechada y sorprendente. Me daba la sensación de que era ella, y no yo, quien se movía, la que, en su cárdena quietud, cambiaba de apariencia para sorprenderme con un nuevo gesto a la vuelta de cada esquina. Evidentemente esta impresión no la he vuelto a saborear jamás. Sin embargo, al recorrer la doble exposición fotográfica (en la Casa de Zafra y en el carmen de Max Moreau) que Andrés Ureña ha realizado sobre la Alhambra y el Albaicín, sí he disfrutado de una sensación gratamente similar.
El secreto de cualquier buen fotógrafo, por encima de sus conocimientos técnicos, consiste en saber mirar, para luego ver y fijar lo que nadie percibe. Y justamente eso es lo que nos ofrece Ureña en esta serie de insospechadas imágenes del Albaicín, cuyo blanco perfil de cal y canto también parece que se mueve ante nuestros ojos y se transforma, ofreciéndose tan insólito como extraordinariamente reconocible. Es decir, infinito. Buscando las sorpresas que otorga la luz y acogiéndose a puntos de vista imprevistos, el fotógrafo nos va desvelando un barrio crepuscular y nocturno que dialoga de manera permanente con la Alhambra. Cármenes y fortaleza cobran sentido al pervivir juntos, como el haz y el envés de un milagro secular, contorneado por la lejana presencia de Sierra Nevada, Elvira y Parapanda.
Con gran sensibilidad Ureña transmuta lo que podría haber sido una galería de tarjetas postales en un hermoso y continuo sobresalto, gracias a su inteligente captación del detalle, como ese gato que aparece en el carmen de la Victoria, y gracias asimismo a perspectivas inesperadas, como la del Darro captado desde el embovedado o la de la abadía del Sacromonte arropada por el silencio de la neblina y la nieve. Todo es aquí sorpresa y encanto. No se pierdan estas dos exposiciones que invitan al paseo y al asombro.
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