El signo lingüístico es arbitrario y convencional pontificó Saussure, lo cual significa que no hay ningún motivo -arbitrariedad- para que la palabra limón designe al ... cítrico. Aunque más vale que estemos todos de acuerdo -convencionalidad- porque si yo pretendo limones y en la tienda me venden sandías tenemos un problema. El comerciante pensará que estoy tonto si pido medio kilo, pero a ver dónde meto la compra si quiero para hacer una granizada ocho limones que en realidad son sandías, cada una de cinco kilos. El lenguaje es comunicación. Por eso necesita normas. Para que cada cual no vaya a su aire e imposibilite el entendimiento. Las leyes del idioma se llaman gramática. Somos libres, por supuesto, de no respetarla, mas en caso de incumplimiento no cabe quejarse de la confusión.
Publicidad
Como cualquier estructura sometida a regularización -voluntaria y necesaria, no lo olvidemos- hay un mínimum imprescindible sin cuya aceptación se derrumba el edificio del idioma. Sucede que el lenguaje es un invento de tal magnitud que también permite la orfebrería y el lujo. Asunto éste reservado para los que conocemos por el nombre de escritores, que unen la belleza formal con la expresión de sentimientos o la narración de historias. El resto de los mortales nos limitamos a no maltratar nuestro idioma 'materno'. Incluso procuramos lucirnos en nuestra expresión por revelarnos más listos, más cultos o más distinguidos de lo que en realidad somos.
Cada vez que me siento delante del ordenador a pergeñar uno de estos artículos que someto a la consideración de mis dilectos lectores tengo presente todo lo que antecede. Sin embargo, lo que me subyuga es la libertad irreductible que me brinda poder escribir como se me antoje. Nadie me impone las palabras que elijo o el orden en que las pongo. Ni la longitud de las oraciones o si recurro a arcaísmos como el futuro de subjuntivo o la voz pasiva. Cuando uso el idioma español soy el hombre más libre del mundo. También el más democrático. Porque únicamente me someto a las reglas que a través de los siglos ha impuesto la mayoría de sus hablantes en un referéndum en el que se recuentan los votos de la lengua cada día.
No me alteran ni la estolidez ni las formas dictatoriales de aquéllos que, mientras presumen de demócratas, pretenden imponer manu militari normas en el lenguaje. Me avergüenza ajenamente su escasa inteligencia en la certeza de que tienen la guerra perdida. Porque afortunadamente el idioma no se rige por las disposiciones publicadas en el Boletín Oficial del Estado sino por el plácet de la calle. A este juicio me atengo. Solo a éste.
Publicidad
Ignoro si soy un cumplido amante del español. Interés pongo. Las faltas que cometo lo son por impericia, no por maldad. Quisiere corresponderle la libertad que me ofrece con una declaración de amor. Cumplan los versos de Agustín García Calvo: «libre te quiero, (…) / pero no mía / ni de Dios ni de nadie / ni tuya siquiera». Tan grande eres, Idioma, que no tienes dueño. Sólo celosos enamorados. Yo, humildemente, uno de ellos.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión