La civilizada administración del poder no es compatible con las pulsiones tribales y requiere del contrato social que nos pone a salvo de la barbarie. Este es el fin deseable de la práctica política al que se ha orientado el progreso histórico de siglos. Así lo define Fernando Savater en su 'Política para Amador': «Cada vez menos naturaleza y más artificio. Las sociedades reposan cada vez menos en los dictados de la fatalidad, la necesidad física, las vinculaciones de sangre o los designios impenetrables de la divinidad (…); en cambio, se van haciendo más deliberadas, dependen más de lo que los hombres quieren y acuerdan entre sí, conceden más importancia a las actividades simbólicas entre los individuos (...) que a la interacción con la naturaleza, y se someten a la justificación racional (que cualquiera puede entender y discutir). De la asociación humana seminaturalista (...) vamos a la sociedad como obra de arte, como invento descarado de la voluntad y el ingenio humanos».
Creo que la Unión Europea es muestra fehaciente de este luminoso rostro de la política, como trabajoso esfuerzo de la voluntad y el ingenio humanos. Es ciertamente un empeño voluntarioso que partió del horror de las muchas guerras que tanto sufrimiento causaron a sus pueblos a los que en más de una ocasión dejaron exangües; guerras motivadas en gran parte por esas tan naturales pulsiones tribales que a todos nos someten al fatalismo de lo irracional.
Se dice que el proyecto político europeo ha perdido buena parte del vigor que llegó a alcanzar con la reunificación alemana, el euro y el proyecto (frustrado) de establecimiento de una constitución supraestatal, debido al zarpazo inmisericorde de la crisis financiera y el embate sorpresivo del Brexit. Y no faltan los críticos de la utopía europeísta bien pertrechados de contundentes argumentos construidos a base simplemente de tomar nota de los muchos y evidentes defectos de los que adolecen las instituciones europeas. Pero considero que sigue siendo válido el ideal político de una Europa unida por sus motivaciones y sus propósitos; y que, a pesar de las evidentes flaquezas de sus líderes y las insoslayables cobardías e incluso mezquindades en las que incurre su ciudadanía, es el proyecto político internacional éticamente mejor dotado. Entre otras razones porque la historia europea nos ha legado los elementos necesarios para articular una mirada crítica y distante, es decir, laica, emocionalmente desligada de creencias que pueden fomentar una visión autocomplaciente de nuestra civilización. Como dice el historiador José Enrique Ruiz-Domènec en su libro 'Europa. Las claves de su historia': «Es la patria de las ocasiones perdidas, de los sueños que convierten los molinos de viento en gigantes, de las utopías sociales imbuidas de un sentido de la rectitud a la par estético y moral, de la libertad, de los riesgos y oportunidades, de la ciencia». De su inteligencia colectiva han surgido las ideas que dieron a luz la conciencia universal de humanidad asociada a la noción de derechos y valores de los que se infiere la promoción del bienestar de todos.
En un mundo global con desafíos a su escala y frente a potencias enfrentadas por conseguir su control, hoy nos enfrentamos los europeos a otro momento crítico de nuestra historia. Temo que de los resultados de las inminentes elecciones resulte una situación política que pueda suponer una dura prueba para la solidez de los pilares sobre los que se supone se sostiene el ideal de Europa, que no es otro que el de una Europa democrática, laica, partidaria de la libertad religiosa, de los derechos humanos, de la libertad de pensamiento, de la igualdad de género, del capitalismo orientado al bien común. Un ideal que, avanzando en su realización, podría regalar a la humanidad unos sólidos cimientos para la construcción de una civilización cosmopolita.
El peligro lo expone la politóloga danesa Marlene Wind en su libro recientemente publicado en España bajo el título de 'La tribalización de Europa'. En él advierte contra el populismo y el etnicismo que tratan de hacerse con el dominio de las instituciones europeas. La derecha radical, de sesgo populista y fuertemente asentada ideológicamente en el esencialismo nacionalista, lleva consigo la semilla de la intolerancia que puede florecer fácilmente en los suelos patrios que han sido nutridos de ese tribalismo que siempre se halla latente en todos nosotros, porque es parte de nuestra naturaleza, y surge de manera espontánea a poco que se le aliente (como prueba, el Brexit o el proceso independentista catalán sin ir más lejos). Y una parte significativa de los votantes europeos puede muy bien darle rienda suelta como reacción al camino que en las últimas décadas ha seguido la Unión Europea, que ha resultado en un innegable debilitamiento de las estructuras de solidaridad que constituyen el estado de bienestar, instalándose en ese cortoplacismo mercantilista al que se ha venido limitando el juego político europeo de los últimos años.
Puede que además del tribalismo aquí denunciado haya que luchar también –una vez más en nuestra procelosa historia– contra un cierto fatalismo que se ha apoderado de una buena parte de la ciudadanía europea. Como si la política estuviera bajo el influjo de un negro sino que escapara a nuestra voluntad de llegar a ese ideal de justicia, paz y prosperidad cuya realización debería ser la Unión Europea. Pero pensar así es caer ya en la trampa de la profecía autocumplida que desactiva todo poder de transformación que es propio de la política.
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